En tiempos de confiscación, decomiso y embargos contra corruptos camuflados, es momento de que la persecución criminal coordine adecuadamente con las instituciones del derecho civil, concretamente con la protección a terceros de buena fe que adquieren bienes de personas que a la postre resultan implicadas en la comisión de graves delitos.
La protección a los terceros es un principio general del derecho y tiene consagración explícita en los artículos 1135, 1136 y 2014 del Código Civil, según los cuales quien contrata en la creencia de que está tratando con el legítimo propietario, conserva la adquisición aunque después resulte que el enajenante carecía de titularidad. La protección a los terceros es amplia y comprende a el que contrata con quien aparenta un derecho. Esta protección es crucial para el tráfico juridico y la confianza en el mercado, sin la cual el intercambio de bienes quedaría paralizado. ¿Quién invertiría en la adquisición de bienes si luego lo podría perder por un evento ajeno? La respuesta es simple: nadie.
La protección en el ámbito civil comprende a los que adquieren cualquier derecho sobre bienes. Es decir se protege tanto al que pretende la propiedad, como a quien recibe un bien en fideicomiso, hipoteca, arrendamiento, usufructo, concesión, embargo, etc. No se puede distinguir entre los derechos de los adquirentes para efectos de la cautela a los terceros, porque el mercado se nutre precisamente de esa variedad y la confianza es una exigencia de todos los adquierentes, no solo de los que aspiran al dominio.
En el ámbito penal existe consagración expresa para la protección a los terceros de buena fe en los artículos 308, 318 y 319 del Código Procesal Penal. Si un bien es embargado o incautado, como parte de las medidas complementarias a la persecusión criminal, los terceros ajenos al delito pueden pedir la liberación de los bienes. Si bien el artículo 318 del referido Código hace referencia a cualquier tercero y el artículo 319 solo menciona a los terceros adquirentes de la propiedad, es evidente que esa distinción es meramente gramatical pues no hay razón para proteger solo al adquirente en propiedad de bienes que luego resultan embargados o incautados.
Hay que llamar la atención de que a diferencia de la protección a los terceros en lo civil, donde la inscripición del derecho del tercero resulta crucial para una efectiva cautela, en materia penal el derecho del tercero puede ser acreditado por cualquier medio y es suficiente para liberar el embargo o la incautación, si es que se tenía buena fe al momento de concretar la adquisición.
Finalmente, la buena fe en lo civil implica que el tercero ignoraba que el transferente carecía de facultades para disponer del bien. En lo penal, dicha ignorancia significa que el tercero no sabía del origen criminal de los bienes. La buena fe se presume siempre, de modo que será la contraparte quien deba probar que el adquierente conocía la fragilidad del derecho. Sin embargo, el tercero puede aportar elementos que muestran cómo al tiempo de adquirir no podía saber que el bien se encontraba en una situación irregular.