Desde fines de la década de 1980, la palabra “globalización” se volvió mucho más común en nuestro vocabulario. El “empequeñecimiento” del planeta a causa de relaciones comerciales y políticas más intensas, sumado al avance a pasos agigantados de la tecnología, sobre todo la tecnología de la comunicación, hicieron que las fronteras, de alguna manera, fueran desapareciendo. Este proceso, aparentemente novedoso, tiene su origen en los descubrimientos geográficos del siglo XV y XVI, cuando al culminar el conocimiento de nuestro planeta, se inició lo que se denomina un “efecto dominó”: lo que ocurre en cualquier rincón del mundo afecta, sin duda alguna, ya sea a corto, mediano o largo plazo, a la totalidad del globo.
A partir de estos hechos, la idea de ser “ciudadanos del mundo”, de la formación y existencia de sociedades cosmopolitas, nos mostraban un horizonte en donde las viejas ideas del nacionalismo y de las identidades culturales que fragmentan los mapas, parecían antiguas piezas de museo cubiertas de polvo y telarañas. Más aún, la creación de instituciones como la Unión Europea, hacían presagiar la disolución de aquel mundo, en que monedas y pasaportes serían vestigios por descubrir para los futuros arqueólogos del siglo XXII.
Salvo por la descomposición de la URSS, Checoslovaquia y Yugoslavia, la historia post Guerra Fría, hizo de nuestro mapamundi algo más pequeño. Las integraciones, nacidas desde intereses económicos, se veían proyectadas al ámbito político e inclusive el cultural; y muchos festejaban esta “primavera” de un mundo en paz y con un único gendarme.
Pero, como siempre en la historia existen “peros”, algo sorprendente sucedió. En Europa, allí en donde se daban los más grandes ejemplos de las ventajas de la integración en el mundo global, allí mismo se empezó a dar un rebote de movimientos a favor de destacar las particularidades de grupos étnicos y/o culturales que no deseaban seguir ocultos bajo los nombres ni los colores de las naciones que los acogían. A este fenómeno se le ha denominado la “balcanización de Europa”, ya que los eventos que se han iniciado en la parte occidental del “Viejo Continente” no difieren mucho de ciertos eventos ocurridos en la parte oriental durante todo el siglo XX.
En algunos países, existen partidos que apoyan la independencia, en otros, hay movimientos serios con amplia simpatía entre la población que reclaman por autonomía y, finalmente, están los grupos oportunistas que, mediante un nacionalismo chauvinista, intentan obtener algún escaño o cargo público. Todos ellos han logrado que, en los últimos treinta años, la prensa difunda, más las luchas y reclamos de “naciones” que desaparecieron en la historia al ser absorbidas por otras.
Hoy, los diarios y los noticieros nos describen las campañas de los escoceses por lograr su independencia mediante un plebiscito. A ellos, luego del fenómeno del “Brexit”, se les han unido nor irlandeses y galeses. Hoy, el Reino Unido no lo parece.
Cruzando el Canal de la Mancha, Francia siente la fuerza por la autonomía de normandos, bretones y corsos. En la pequeña Bélgica, es muy probable que en un futuro cercano, el país se divida entre los germano parlantes (flamencos) y los francoparlantes (valones).
Acercándonos al Mediterráneo, en España, es mundialmente conocida la lucha por la independencia de vascos y catalanes; mientras en Italia, el norte industrial (La Padania) pretende, en un futuro cercano, separarse del sur agrícola.
En el este de Europa, la cosa es aún más compleja y violenta. Kosovo, región albanesa de Serbia, ha logrado su autonomía y ha proclamado su independencia, la cual ha sido aceptada por la mayoría de países del mundo. Al interior de Croacia y Bosnia, las minorías serbias no están tranquilas en estados federativos. Lo mismo pasa con los albaneses en Macedonia y los griegos en Albania. Todos luchan por autonomía como el primer paso a una unión con sus patrias ancestrales y la recreación del concepto de la “Gran Patria”.
En la región del Cáucaso, Karabaj, región armenia dentro de Azerbaiyán, que antes reclamaba su incorporación a su “motherland”, ahora proclama la independencia total. En la misma zona, en Georgia, las regiones de Abjasia, Ajaria y Osetia del Sur, con apoyo de Moscú, han logrado su secesión.
Existen muchos casos más en el mismo contexto europeo, al cual podríamos sumar ejemplos en el mundo islámico post “primavera árabe” (Libia, Irak, Siria, Yemen), en donde lo tribal se une a la lucha entre las facciones sunitas y chiitas de la fe de Mahometana. Ni olvidar al pueblo kurdo, la mayor nación sin estado, el cual repartido entre Turquía, Siria, Irak e Irán, están luchando por la creación de un Kurdistán independiente. En Siria e Irak tienen autonomía apoyando al gobierno frente al Estado islámico y en Turquía, la insurgencia de corte marxista persiste en su enfrentamiento contra el régimen de Ankara.
En la parte occidental de China, los uigures, pueblo emparentado con los turcos, luchan de manera violenta contra el régimen de Beijing, mientras el Tíbet usa un método pacifista para lograr su perdida independencia. ¿Pero qué nos dice todo esto? ¿qué sucedió con ese mundo tan ansiado por muchos, después de la caída del Muro de Berlín? ¿o es que no todos quieren un proceso de globalización sin fronteras?
Para entender este dilema, quizás lo primero que debemos sopesar es que, mientras el proceso de globalización (referente a la revolución tecnológica) tiene un tiempo que abarca, más que los últimos 40 años, este no puede compararse a los siglos de existencia de muchos pueblos y tradiciones. Que la vida de las naciones europeas y sus instituciones, es una vida aún muy corta, pues la mayoría de estos estados no excede los 200 años, mientras existen pueblos europeos que tienen orígenes que se remontan a los inicios de la propia civilización.
En el caso de las grandes y antiguas naciones como España, Francia y Reino Unido, estas se formaron en base a la conquista y/o absorción de otros pequeños países y no fue. hasta muy entrada la Edad Moderna, en que se empezó a dar un proceso de federalización de estado en búsqueda de apaciguar los reclamos de las mal llamadas “minorías” o “comunidades” en vez de reconocerlas como identidades nacionales.
Estas identidades, muchas veces se protegieron de manera asolapada, manteniendo sus costumbres alrededor del fogón del hogar, en la discusión académica, tanto en la humilde casa campesina como también en los salones aristocráticos. La lucha por su autonomía casi siempre fue un fracaso cuando se levantaron en armas. Tuvieron que esperar siglos hasta que apareciera su oportunidad, una en que fuera más fácil ser escuchados y que su voz llegase a alcanzar cada rincón del planeta. Un tiempo donde la prensa fuese un aliado que venciera al movimiento que antes, al estar escondido, se difundió por el “boca a boca”.
Por estas razones, fue la misma globalización tecnológica, esa que empequeñece al mundo y aparentemente homogeniza individuos y sociedades, la que pudo llevar el reclamo nacional a una posición en que fuese posible con la “resurrección” de naciones que desaparecieron del mapa desde el siglo XIII hacia adelante. La globalización con su velocidad y su “rostro enmascarado” pudo ser utilizada para que las reivindicaciones de algunos fueran escuchadas por muchos, en una atmósfera en donde los derechos y libertades, de alguna manera, son mejores que hace un tiempo atrás.
El caso europeo quizás sea más profundo y evidente, dada la antigüedad del problema, la organización y afinidad de los partidos y movimientos con su población y un elemento quizás trascendental: la lengua. La lengua de estos grupos, en muchas ocasiones, está en franco proceso de desaparición por la adopción (forzada o no), del idioma oficial.
En la actualidad, grupos de jóvenes promueven y logran diferentes cambios alrededor del globo, gracias a las redes sociales, y esta experiencia no fue obviada por los movimientos y partidos que pedían autonomía. Hoy, esta vorágine iniciada en Europa, saltó al Asia, sobre todo al Oriente Medio, y a la China. Cruzando el Atlántico, llegó a Canadá, donde los quebecois, aún insisten por nuevos referendos para su independencia. ¿Y quién sabe? si esto se sigue expandiendo, en África y naciones como India, Indonesia, Malasia y la mismísima Rusia, en donde al interior de sus territorios habitan tantos pueblos diferentes y orgullosos de sus tradiciones, podría empezar una gran ola de reclamos de libertad que terminarían fragmentando aún más nuestro mapamundi ¿o ya nos olvidamos de las guerras de Chechenia?
¿Y en América Latina? Una América que además de ser muy joven y tener tantas diferencias culturales, sociales y económicas quizás podría tener un futuro similar en este proceso de globalización y fragmentación paralelas.
En un repaso sumamente veloz, se vienen a la mente las grandes diferencias entre Quito y Guayaquil, en el Ecuador. Diferencias que se iniciaron desde el siglo XIX, cuando se enfrentaron por el poder los liberales costeños contra los conservadores serranos. O el caso de Bolivia, en donde los cambas de Santa Cruz exigen más autonomía a los collas de La Paz, lo que incluso llevó a la realización de un Referéndum Autonómico en el 2008. En América Latina, quizás muchas identidades empiecen realmente a sentirse después de décadas en que gobiernos centralistas han dejado de lado a las regiones periféricas, sumado esto a estructuras políticas federales que dan piso a futuros reclamos autonómicos.
En resumen, nuestro mundo es más pequeño, pero la gente así como evidencia las similitudes que traspasan fronteras, también evidencia sus idiosincrasias y tradiciones. Estamos en los tiempos de la globalización y los nacionalismos. Estamos en los tiempos de la igualdad y la particularidad. Y aunque, hay casos de integración en pleno proceso, como los de Bielorrusia y Rusia o el referéndum para una posible reunificación de checos y eslovacos en el 2018, el camino está muy claro.