En estos días, estamos viviendo, sin duda alguna, uno de los momentos más trágicos que nuestro país ha tenido que afrontar. La naturaleza, en una forma no vista hace siglos, amenaza la propia estabilidad de la nación. La destrucción ocurrida por el llamado “Niño Costero”, no se compara a eventos que algunos de nosotros ya habíamos conocido: los fenómenos ENZO de 1983 y 1998; los devastadores terremotos de 1970,1974 y 2007; e inclusive la desolación causada por la propia mano humana, durante la acción violenta del terrorismo entre 1980 y 1990 que afectó gravemente en un tiempo tan corto y en un espacio tan extenso.
La primera pregunta que viene a la mente de la gente es ¿por qué ocurrió este extraño fenómeno que nadie pudo prevenir? La respuesta es muy sencilla, tan sencilla que ha estado en la cabeza y en la punta de la lengua del ser humano desde los principios de su existencia: la naturaleza es una fuerza incontrolable, más aún cuando algunas variables se combinan provocando lo que se puede llamar una “tormenta perfecta”. Un efecto dominó que culmina en un desastre insospechado. Es así que se dan los sismos, los tsunamis, las erupciones volcánicas y otros desastres.
Pero quizás haya otra interrogante que es aún más fundamental. ¿Por qué no estuvimos preparados para un evento tan inesperado? Hoy en las calles, todos reclaman a las autoridades pasadas y presentes por incompetencia y corrupción; de obras no realizadas, obras sin concluir y peor aún, de obras mal realizadas. Todo eso es cierto, pero la culpa abarca a todos nosotros, ya que siempre olvidamos que fuimos electores y somos soporte y supervisores de dichas autoridades. La culpa es nuestra, somos parte de un sistema y ese sistema no funciona.
¿Y esta dejadez?, ¿tiene que ver con que no aceptamos que debemos participar activamente en el devenir de nuestra nación? Cierto es decir que sí, somos personas que no interiorizamos nuestra esencia de seres políticos, en donde nuestras ideas, dudas y cuestionamientos son necesarios para la edificación de un Estado funcional, pero sobre todo, para la edificación de una Nación real.
Lo más penoso, y este es el centro de toda esta lluvia de ideas, es que volvemos a cometer los mismos errores de siempre. Nuestro país, un territorio vertical, en el que confluyen una de las más variadas flores, faunas, climas y accidentes geográficos, es tanto un regalo como un reto. La naturaleza y su fuerza que sobrecoge nos va a poner constantes desafíos que solo son capaces de ser superados, en primer lugar, gracias al ingenio y luego a la planificación. Nuestros antepasados prehispánicos fueron “los conejillos de indias” de estas experiencias traumáticas, en donde la naturaleza, modelada a manera de deidades, premiaba o castigaba a los hombres. El sismo, las olas, el rayo, el trueno y el volcán tomaron personalidades, formas y rasgos humanos, y hasta se les adjudicó nombres.
La sociedad andina prehispánica sufrió el embate de estas fuerzas, fuerzas de una magnitud como las que estamos viviendo hoy, que acabó con sistemas sociales, políticos y religiosos. El fin de los grandes oráculos como Chavín y estructuras políticas como la Mochica son claros ejemplos de la fuerza destructiva de la naturaleza que nos rodea, en especial, a los que vivimos en esta parte del globo.
Pero ¿por qué, pese a que tenemos el registro de esos eventos, seguimos duplicando los errores? Por segunda vez, la respuesta es tajante y simple, porque solo unos cuantos tienen acceso a esa información y esos cuantos no la utilizan. Siempre olvidamos que la historia es una herramienta dinámica, no es el simple dato que nos indica un evento estático ocurrido hace tiempo atrás en un lugar quizás muy lejano. La historia es la acumulación de información de generaciones que, luego de ser registrada, es capaz de ser procesada, analizada y transformada en respuestas a los dilemas de hoy.
Para dar un ejemplo, ¿de qué me sirve admirar los andenes si no entiendo su funcionamiento?, ¿de qué me sirve tener una serie de andenes como mero resto arqueológico cuando podría ser eso y además una fuente de alimentos en un país que carece de tierra agrícola?
Todo el conocimiento de nuestro pasado es útil. Quizás suena a cliché, quizás suene a una frase trillada, pero el pasado es la argamasa y el cimiento del hoy y el mañana. Pero ese conocimiento debe ser compartido, difundido agresivamente, desde el niño que recién empieza su vida como alumno, hasta aquel joven o adulto que se especializa con un post grado. Hoy, en la mayoría de centros de estudios, la educación está enfocada en la creación de seres individualistas que superen sus propios retos. Qué extraño que en esos mismos centros de formación, la historia como materia está restringida a ser solamente un listado de datos sueltos, o peor aún, a ni siquiera existir.
Quizás por ello, ignoramos o no entendemos lo culpables que somos de nuestro presente y el desarrollo de los eventos por venir. Es un horizonte que nos cuestiona ese individualismo antes mencionado, ya que solo la integración de la población, la aceptación de un lazo (muchas veces invisible a la mayoría de los ojos y corazones) que nos une a un solo destino, nos podrían ayudar a sobrellevar los retos de hoy y de mañana.
Nuestros antepasados tuvieron que enfrentarse, en repetidas ocasiones, a sucesos que no conocían. Eso los absuelve de alguna manera, y muchas veces esa falta de respuesta los llevó a una destrucción parcial o a una completa desaparición del mapa. Nosotros, con el conocimiento de los hechos, sumados a la tecnología, no tenemos “peros”.