En su fecunda vida, Don Ricardo Palma cultivó sin mayor fortuna la poesía y el teatro de costumbres, además de la novela y el ensayo; aunque como poeta se distinguió de los rimadores de su época, por la ironía y desenvoltura de sus versos, no alcanzó el reconocimiento que consiguió más tarde con las tradiciones. Este género de ficción histórica, escrito en prosa ligera y que se introduce en los vericuetos del pasado, recibió de Palma sus mejores virtudes: espíritu popular, desenfado punzante y originalidad expresiva.
Nadie como él había trascendido en la literatura peruana las limitaciones de la vida en la colonia o la emancipación del Perú. Cada fragmento de la historia contado por Palma no sólo exhibe elegancia en el lenguaje y desparpajo en la actitud, sino además un conocimiento profundo de crónicas y antiguos papeles —se reconoce al fisgón de biblioteca—, que lo llevó a recomponer un país desarticulado por las guerras y las inquinas. Lo reordenó incluso en su propia imaginación: “Aquello que calla la historia adivino”, señala, consciente, en el preludio de la quinta serie de sus tradiciones.
Palma escribió casi quinientas tradiciones; en su mayoría dedicados al virreinato, pero atendió también el incanato, la emancipación y la república. La ciudad de Lima es el escenario privilegiado en sus relatos. Las preferencias de periodo histórico y lugar han sido pretexto para calificarlo, a veces con insidia, como un escritor conservador que suspiraba de nostalgia ante la arcadia perdida. Una gran calumnia. Palma fue un activista político y un romántico en su juventud, y mantuvo el espíritu liberal y anticlerical toda su vida. “Se ha querido ver en Palma —sostiene el maestro Washington Delgado— no sólo un tradicionista, es decir un escritor de tradiciones, sino también un tradicionalista, es decir un defensor de las costumbres y del estilo de vida coloniales. Esto lo han sostenido tanto críticos de la izquierda, crecidos a la sombra de González Prada como escritores de la derecha encabezados por Riva Agüero. Pero ya Mariátegui, en su “Proceso de la literatura peruana” ha puesto las cosas en su sitio”.
El estilo literario de Palma resplandece por su peculiaridad: tiene la gracia del viejo sabihondo y socarrón, travieso y sugestivo, que ha leído de todo —picaresca española, poesía del siglo de oro y antiguos catecismos— y que tiene el oído puesto en el habla popular del Perú, pues su prosa está deliciosamente tejida de viejas consejas, refranes y dichos tradicionales. Resulta imprescindible leerlo y revalorarlo en las escuelas, sin olvidar, jamás, que asumió la dirección de la Biblioteca Nacional en su peor hora y que le valió le valió el nombre de “bibliotecario mendigo”, consiguió ponerla en pie. Su labor desde este punto de vista es del todo encomiable. Sin embargo terminó en un episodio sumamente desagradable para lo que podríamos llamar la “inteligencia peruana”.
En 1912 por discrepancias con el primer gobierno de Leguía, Palma renunció y fue reemplazado por otro grande de nuestra literatura, por Manuel González Prada. Este reemplazo dio ocasión a los enemigos de Prada para lanzarse al ataque y provocar una polémica injusta. González Prada contestó con un demoledor informe sobre la Biblioteca Nacional de Lima (1912). Este incidente, más que el análisis de su obra, al enfrentarlo con el ideólogo de la izquierda naciente, contribuyó a darle a Ricardo Palma una aureola conservadora que realmente no le pertenecía.
Las Tradiciones de Ricardo Palma cumplen algo que el romanticismo no pudo realizar en su momento: dan dimensión histórica a la obra literaria, la vinculan con el lenguaje y el espíritu populares, sustentan, aunque sea veladamente un ideal democrático. Palma es además nuestro primer escritor “profesional”, los poetas anteriores se habían multiplicado en labores diversas, principalmente políticas y burocráticas, además de la propiamente literaria; Palma dedica su vida a construir su obra poética y narrativa. Es, también en este sentido, el primer escritor peruano que ha hecho de la literatura una profesión.