Este año se cumple el primer centenario de aquella revolución que cambió, definitivamente, la faz de la Tierra. La Revolución Rusa, la primera de las revoluciones que llevó a un régimen socialista al poder, marcó los destinos de todos los habitantes del planeta cuando este quedó polarizado entre dos sistemas económicos y políticos antagonistas. Posteriormente, ya en pleno siglo XXI, en un contexto en el que las ideologías pasaron a un segundo plano, esta polarización resurge por la competencia del control global entre los Estados Unidos, en pleno proceso de perder su posición de “gendarme mundial”, y una Rusia que vuelve a tomar un papel de superpotencia.
Pero esta revolución que cambió el mundo, ¿cambió realmente el país en donde triunfó?, ¿implicó modificaciones significativas en el pensar político, social y religioso del pueblo ruso?
Cuando uno trata de resolver estas preguntas, la memoria recuerda inmediatamente al viejo profesor que explicaba cómo la autocracia de la familia Romanov sucumbió luego de trescientos años de estar en el poder, para dar paso a la “dictadura del proletariado”, teoría marxista llevada a la praxis por líderes como Lenin, Trotsky y Stalin, quienes, junto a otros miembros del Partido Comunista, representaban, supuestamente, los intereses de la masa obrera y campesina. Al salir del aula, nuestras cabezas solo podían pensar que 1917 era el año en que todo dio un giro de 180 grados y la historia de la humanidad tomó otros rumbos.
La caída de la monarquía, y la corte que la rodeaba, dio lugar a una sociedad igualitaria sin diferencia de ninguna clase, en la que la propiedad privada, hasta entonces un beneficio solo de la añeja aristocracia y una pequeña burguesía, se sustituyó por la estatización y la propiedad colectiva. De paso, desaparecería, según primero Marx y luego Lenin, aquel terrible “opio del pueblo”, la religión, que en el caso ruso era la Iglesia Ortodoxa, aliada y sostén ideológico del zarismo.
Es así que, según nuestras clases tradicionales de historia, los rusos, tras la revolución, cambiaron su concepción de la vida y el universo de una forma radical. ¿Pero qué sucede cuando comparamos a grandes rasgos las estructuras políticas, económicas y sociales de Rusia, antes y después de 1917?, ¿realmente el cambio fue tan radical y trascendental?
Empezando por el sistema autocrático de los zares, ¿qué diferencia hubo entre aquel poder absoluto y despótico cuando, luego de la Revolución de Octubre, tomaron las riendas del Estado hombres como Vladímir Ilich Uliánov (Lenin), Iósif Vissariónovich Dzhugashvili (Stalin) o Leonid Ilich Brézhnev? Como bien argumenta Simon Sebag Montefiore en su obra “Los Romanov: 1613-1918”, Rusia pasó de ostentar zares blancos a tener zares rojos entre los Secretarios Generales del PCUS, mientras el monopolio del poder de una clase social, como lo era la aristocracia, se trasladó a manos del Buró Político del Comité Central del PCUS, conocido como Politburó o Presidium. Rusia, pues, siguió siendo la nación más grande del mundo, en donde unos cuantos decidían por millones.
Esos millones que, bajo el “soberano de todas las Rusias”, eran siervos atados a los designios de grandes terratenientes, tras la llegada de los bolcheviques al poder, nunca alcanzaron el sueño de la propiedad de la tierra, pues la reforma agraria fue simplemente la nacionalización y colectivización de la misma.
El látigo del señor feudal pasó a ser la amenaza de un comisario del partido, el cual exigía el incremento de la producción de los campos. El no cumplir con las cuotas llevaba a castigos muy severos, entre ellos el exilio interno, el traslado a otra tierra colectiva probablemente alejada del hogar e inclusive la muerte. A otros campesinos se les obligó a dejar la hoz y a usar el martillo en las grandes fábricas que lograrían industrializar al atrasado país, pero a costa de millones de vidas.
Los cambios no fueron aceptados de buena gana e, inclusive, no fueron pocos los que se enfrentaron al sistema. Así como cuando los zares persiguieron a sus opositores, muchos de ellos anarquistas y socialistas, el Politburó persiguió a los “enemigos del pueblo”, que no eran más que aquellos ciudadanos que tuvieron el valor de criticar de manera democrática las acciones tomadas desde Moscú.
Los Romanov tuvieron una policía secreta, la Ojrana, la cual perseguía a los críticos del sistema para trasladarlos a las kátorgas, campos de trabajos forzados en el Lejano Oriente y, en algunos casos, proceder a ejecuciones sumarias. Lenin y sus sucesores mantuvieron la estructura del sistema represivo, crearon primero la Comisión Extraordinaria Panrusa, para la lucha con la Contrarrevolución, y el Sabotaje, mejor conocida como la Cheka, que se transformaría años más tarde en la NKVD y, finalmente, en la famosa KGB. Todas estas instituciones compartieron las técnicas represivas del zarismo cambiando simplemente los términos técnicos. Los disidentes ya no eran trasladados a kátorgas, sino a gulags siberianos en donde la tortura y las ejecuciones sumarias eran igual de atroces. Peor aun, el nuevo sistema soviético proveyó a sus líderes de la capacidad de organizar purgas al interior del partido, lo cual hizo del monopolio del poder algo más brutal que antes de 1917.
La instauración del régimen comunista tampoco cambió el sistema de “rusificación” forzada de los pueblos que componían el enorme territorio imperial. Los zares, primero, en un proceso de asimilación cultural, y el Partido Comunista, posteriormente, intentaron difundir la cultura rusa como un elemento de unidad. Mientras el régimen zarista intentaba mostrar a la cultura rusa como la más importante dentro de todas las que componían el imperio, el régimen bolchevique castigaba cualquier “desviación” de la nacionalidad, debido al peligro que significaba tomar decisiones diferentes a las del centro del poder. Por lo tanto, no solo se reprimió la difusión y conservación de las diversas expresiones locales, sino también se trasladó a millones de personas extrayéndolas de su terruño para evitar el nexo con su historia. A cambio, se movilizó a gran cantidad de pobladores rusos a las zonas recién desocupadas para de esta manera difundir el idioma, la escritura y las costumbres deseados por Moscú.
Finalmente, con el triunfo de la Revolución de octubre de 1917, el comunismo reprimió, agresivamente, a la Iglesia Ortodoxa, aliada de los Romanov. Esta sustentaba el poder de una dinastía centenaria debido a lo “celestial” de la figura del monarca y su concepción como intermediario entre el pueblo y Dios. Además, la religión era el único nexo existente entre las clases altas y bajas de Rusia, por lo que su destrucción debía ser inmediata, para así lograr el control total del Estado. A cambio, el régimen comunista propuso un estado laico y antirreligioso, por lo que consideró al ateísmo como una opción racional frente a lo que Marx llamó “el suspiro de la criatura oprimida”.
Pese a esto, el cierre de templos y la persecución del clero no evitaron que la religiosidad popular se conservara al interior de los hogares y que, en momentos de suma urgencia, el PCUS utilizara la fe de los rusos en su provecho, como hizo Stalin durante la Segunda Guerra Mundial o “Gran Guerra Patria”. La caída del comunismo evidenció que siete décadas de represión no pudieron acabar con más de mil años de cristianismo. Rusia seguía siendo la “Santa Rusia”.
¿Por qué estas y muchas otras cosas más no cambiaron? La llegada del comunismo, tras la victoria bolchevique de 1917, fue un cambio de régimen, mas no de idiosincrasia. Los nuevos líderes rusos, pese sus diferencias ideológicas tan radicales, conocían que la historia y la geografía de su país habían moldeado el alma de su pueblo acostumbrado a los tiempos difíciles. Lo entendían como un pueblo en el que el caos es una costumbre y la única manera de sobrevivir es, aparentemente, el liderazgo autoritario en el que una camarilla de personas decide por millones y el sacrificio de estos millones no significa mucho si el fin supremo es la salvación de la nación. Hay que recordar que, en la psiquis de los rusos, y esto lo sabían muy bien tanto los zares como los dirigentes del PCUS, la nación tiene una concepción humana y divina, y ante su supervivencia, el sacrificio individual y masivo es válido. La historia rusa nos lo ha ejemplificado entre guerras civiles, revoluciones, decisiones políticas, conflictos fronterizos y guerras mundiales.
El ruso es, pues, un pueblo acostumbrado al sacrificio, en donde la tierra y el clima durísimos modelan a las personas y las preparan para sufrir liderazgos igual de duros.
Hoy, a casi treinta años de la caída del Muro de Berlín, esta forma de manejar un Estado y un pueblo aun persisten. Los rusos, desde el año 2000, reflejan en Vladimir Putin, la figura de aquel líder supremo infalible y de carácter mesiánico. Putin se encuentra rodeado de una nueva pequeña oligarquía que junto a él manejan el país. Esta oligarquía está compuesta por los magnates de la industria de hidrocarburos y los medios de comunicación de la Rusia postsoviética. A esto se le suma el importante apoyo religioso del Patriarcado de Moscú, en la figura de Cirilo I, un apoyo que se traslada a una corriente nacionalista, la cual ha permitido la vuelta de Rusia al tablero de las grandes superpotencias, logrando inclusive la expansión territorial a costa de su vecina Ucrania y el resurgir del área de influencia de Moscú en las repúblicas exsoviéticas centroasiáticas y del Cáucaso. El imperialismo ruso se mantiene desde que los príncipes moscovitas miraron hacia el este y el oeste como una posibilidad de expansión alrededor del siglo XVI.
La Rusia actual se rige por la llamada “democracia soberana”, en la que los derechos individuales están supeditados a los intereses nacionales y, obviamente, a los de los líderes de la nación. Ya sea gobernada por Romanov, Secretarios Generales del Partido o Presidentes de la República, Rusia sigue siendo Rusia, y la Revolución no lo cambió todo.