Aquellos que tenemos un poco más de cuatro décadas quedamos sorprendidos cuando por televisión, en “vivo y en directo”, observamos la desaparición de dos estados de Europa del Este. Con el fin de la Guerra Fría, el debilitamiento de los regímenes comunistas y el auge del nacionalismo, el gigantesco imperio soviético y la Yugoslavia de Tito se desmembraban. El primero en quince y el segundo en seis nuevos estados (para algunos siete, contando a Kosovo).
El mapa del “Viejo Mundo” se renovaba o, en todo caso, volvía a fronteras existentes décadas o siglos atrás, por lo tanto, desconocidas para muchos. Nombres como Lituania, Ucrania, Armenia, Uzbekistán, Eslovenia, Montenegro o Macedonia volvían a nuestro famoso “Almanaque Mundial”.
Hoy, un nuevo estado, con una historia contemporánea muy similar a la URSS y Yugoslavia, parece iniciar el mismo camino. Así como se intentó “rusificar” a las minorías soviéticas e imponer la cultura serbia en las naciones eslavas del sur, la República de China Popular, un estado multi étnico, nacido de una revolución comunista, aplaca con dureza las manifestaciones culturales de las minorías. Pero, hoy, China está sintiendo el despertar de las mismas.
Cuando pensamos en China, muchos de nosotros imaginamos un estado sólido y homogéneo, en donde más de mil millones de personas comparten absolutamente todo: raza, idioma, religión y costumbres. Pero esta no es una afirmación válida. De los 1371 millones de habitantes de la República Popular, 1240 millones pertenecen a la etnia mayoritaria “Han”, habiendo algo de 131 millones de ciudadanos que se reparten en otras 55 etnias.
Algunas de estas, como los “Zhuang” (18 millones) y los “Manchú” (10 millones) han asimilado gran parte de la idiosincrasia “Han”, pero otros no solo se resisten a las imposiciones creadas desde los tiempos imperiales y acrecentada desde la “Revolución Cultural” de Mao, sino también persisten en mantener sus milenarias tradiciones.
El caso más importante de esta búsqueda de afirmación como nación y de las intenciones de seguir un camino diferente al de China, es el de la etnia Uigur, un grupo que habita la mayor región del país: Sinkiang (Xīnjiāng), un territorio de 1.660.000 km², antiguamente denominado el Turkestán Oriental, al extremo noroeste del país, en el límite fronterizo de China Popular con Mongolia, Rusia, Kazajistán, Kirguistán, Tayikistán, Pakistán y la India.
Los uigures son un pueblo de lengua túrquico y de alfabeto árabe, emparentado con los pueblos siberianos y del Asia Central, como, por ejemplo, son los uzbecos, kazajos, tayikos, kirguises, turcomanos, azeríes y turcos, todos ellos islamizados a partir del siglo VIII de nuestra era. Sin ser experto en etnografía, al ver a los uigures uno no dudaría de que se trata de un grupo que nada tiene que ver con los chinos Han, esta apreciación aumentaría cuando uno aprecia sus costumbres, propias de un pueblo tribal y nómada, acostumbrado al devenir de la estepa asiática.
Las tribus uigures han vivido una serie de restricciones, empezando por la pérdida de su independencia tras la conquista de la última dinastía imperial china, los “Qin”, a fines del siglo XVII. Siglos después, aprovechando el conflicto de la Guerra Civil China, la elite uigur con apoyo soviético proclamó la República del Turkestán Oriental, la cual tuvo dos cortas etapas de existencia (1933-34) (1944-49) hasta la ocupación de su territorio por el ejército maoísta.
Esta ocupación nunca ha sido cómoda para el gobierno de Beijing, ya que sucesivas rebeliones han puesto en duda el control real del régimen chino de la región. En 1954, 1980, 1990 y 1997, las manifestaciones en favor de la independencia han terminado en violencia y represión. Hoy en día, producto de las grandes protestas del año 2008, en el contexto de los JJ. OO, China Popular ha militarizado el territorio, realizado redadas y detenciones masivas, trasladado población “Han” a la zona e inclusive ha prohibido el mes de ayuno musulmán (Ramadán).
Lamentablemente, para los 10 millones de uigures, el apoyo internacional a sus reclamos es mínimo, dado que nadie quiere perder contactos comerciales con el monstruo comercial que es China Popular. Además de esto, el principal grupo que lucha por la independencia, el Movimiento Islámico del Turkestán Oriental, ha sido catalogado de “terrorista” por la ONU y ha recibido una pésima propaganda al encontrarse con que muchos uigures han decidido unirse al Estado Islámico. Pese a todas estas dificultades, los uigures mantienen su lucha dentro y fuera de su tierra, la cual es coordinada desde Múnich por el Congreso Mundial Uigur.
El segundo caso latente, y quizás el más conocido, es el de los tibetanos, pueblo que colinda con los uigures en el extremo sur occidental de China, la segunda provincia en extensión con más de 1.228.400 km². Esta etnia, famosa por su religión chamánica (Bön) y su filosofía budista, además de estar dirigida por los Dalai Lama (personajes que son considerados como continuas reencarnaciones de Buda), a diferencia de los uigures, sí tuvieron una larga historia como una nación soberana.
El Tíbet fue un reino independiente entre los siglos VII y XIII d.C., esta larga autonomía fue cortada por la invasión mongola, que luego fue reemplazada por la invasión china durante todo el siglo XVIII y XIX. Después de ello, por cuatro años (1904-1907), el territorio fue un protectorado británico, para, luego, volver a manos chinas (1907-1912). Esta segunda presencia del régimen de Beijing fue efímera, ya que la caída de la monarquía y la posterior guerra civil, permitió el restablecimiento de un gobierno propio encabezado por los Dalai Lama por casi cuatro décadas (1912-1950), hasta la final invasión de las tropas maoístas.
Desde esta invasión y final ocupación de su país, los más de 7 millones de tibetanos, encabezados por su último Dalai lama en el exilio, Tenzin Gyatso, han reclamado a toda instancia internacional por la libertad del territorio y la represión del gobierno chino, la cual no solo afecta la libertad política del Tíbet, sino también su particular cultura y religión.
Al igual que los uigures, los tibetanos acrecentaron sus protestas en el año de los JJ.OO. de Beijing, aprovechando que los ojos del mundo miraban a la China. La diferencia de la protesta tibetana, tanto fuera como al interior de la provincia, es que esta se realiza de forma pacífica siguiendo la filosofía budista, pero ha habido varios casos en que algunos manifestantes se han inmolado prendiéndose fuego para arder como bonzos. La similitud es que ambos reclamos, el uigur y el tibetano, han recibido el apoyo de los intelectuales y los jóvenes norteamericanos y europeos.
Lastimosamente, para uigures y tibetanos, los gobiernos de Occidente como los del “Tercer Mundo” (esos que hoy son la mira de la voraz economía china), no han presionado a Beijing por miedo a las posibles represalias comerciales. En un ámbito menos geopolítico y más emotivo, el pueblo uigur y mucho más aun, el pueblo tibetano, ha recibido el apoyo de muchos ciudadanos alrededor del globo, destacando estudiantes, intelectuales y artistas.
Es muy probable que el contexto actual persista por algunos años más, pero hay que recordar un elemento muy importante. La zona que comprende la provincia uigur de Sinkiang como el Tíbet es, por lo menos desde el siglo I a.c, un nudo en la red de comercio euroasiático. La afamada “Ruta de la seda” es parte de ese sistema comercial.
Hoy, a su importancia como zona de ruta de intercambio se suma que gran parte del oeste de China, es una gigantesca fuente de hidrocarburos, apetecible no solo para Beijing sino para otras potencias globales como Rusia o los Estados Unidos, e inclusive para emergentes potencias regionales como la India y el Pakistán. Sin duda alguna, uigures y tibetanos tendrán más oportunidades de reclamar y quizás lograr pasos a una mayor autonomía y futura independencia, la cual, de lograrse, sería una motivación para otras minorías dentro de la República Popular.