Desde la caída del Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética hasta la invasión de Irak por George W. Bush, la humanidad ha vivido, por primera y única vez, la supremacía de una sola potencia: los Estados Unidos de Norteamérica.
Esta Nación que, tras su victoria en la Guerra Fría logró erigirse como el “gendarme del mundo”, inició hace un poco más de dos décadas una lenta, pero evidente, decadencia producto de las decisiones de líderes prepotentes que fueron alejando, paulatinamente, a sus aliados (pensemos en George W. Bush) o de líderes que priorizaron el contexto interno al del predominio global, lo cual llevó a crear una imagen real o no de debilidad (ese es el caso de Barack Obama).
Hoy, la situación es aun más grave, pues combina los anteriores casos: un líder que a la vez de tomar decisiones escandalosas se muestra débil frente a sus rivales tanto dentro como fuera de los Estados Unidos. A ello sumemos que, en la Casa Blanca, Donald Trump, además de no tener un apoyo partidario real y haber recibido un oscuro apoyo externo para llegar al poder, vive bajo la sombra constante del escándalo de sus actos.
En este contexto, y prácticamente paralelamente, en Europa, Rusia resurge en su faceta de potencia, retomando el papel que antes tuvo en tiempos de la URSS y mucho antes cuando los Romanov gobernaban desde el trono. Desde Moscú, bajo la dirigencia de Vladimir Putin, la Federación Rusa ha podido recobrar el protagonismo perdido desde que la “Perestroika” y el “Glasnot” junto a la “Doctrina Reagan” le entregaron el poder a Washington.
Putin, quién maneja los destinos de millones de rusos desde el año 2000, sostiene su predominio gracias a la creación de una pequeña pero leal camarilla compuesta por empresarios y militares, una exitosa campaña nacionalista, el rearme y modernización de las fuerzas armadas y del poder que le ofrece la dependencia europea del gas extraído desde la lejana Siberia. A todo esto, se suma, la imagen su imagen de líder concreto y pragmático frente a los problemas internos como externos, ejemplo de ello es su postura frente a la lucha contra el terrorismo. El poder de Rusia se evidencia en el inexistente temor que tiene el Kremlin cuando decide intervenciones militares como la realizada en Crimea y hasta no hace mucho en Siria.
Mirando al Asia, la República Popular de China es hoy el mayor competidor económico de los Estados Unidos. Desde las reformas de Deng Xiaoping hasta el actual liderazgo de Xi Jiping, Beijing, no solo extiende su dominio comercial en el mundo, sino también su influencia política que va más allá de la cuenca del Pacífico y llega a rincones del planeta que, luego de la caída del Muro perdieron intereses geopolíticos. Ejemplo de esto es el África Oriental y el Medio Oriente, en donde la construcción de importantes obras como gaseoductos, puertos y ferrocarriles con dinero y administración china provocan una sumisión por parte de los gobiernos de la zona a los intereses del que fuera el “Celeste Imperio”. China, en una postura imperialista, no duda en mostrar su poder militar frente a otros estados de la región (Japón, Vietnam, Filipinas o Malasia) cuando sus intereses por los potenciales recursos del Mar de China Oriental o de China Meridional quedan en duda.
Es así, en el contexto geopolítico actual, que se rompe el predominio norteamericano. Hoy en un mundo en donde los focos de conflicto se multiplican, también se multiplican los actores que decidirán el futuro de la humanidad. Ya no se trata de una lucha por la expansión de una u otra ideología, en esta nueva “Guerra Fría” el interés está en el dominio de los cada vez más escasos recursos económicos y en los mercados que consumen dichos recursos.
Venezuela y su petróleo, Nicaragua y un potencial nuevo canal transoceánico, los países balcánicos y Siria como acceso al Mediterráneo, Irak e Irán como fuente y paso de hidrocarburos, el África Subsahariana y su riqueza minera son los escenarios de choque entre Estados Unidos, Rusia y la China.
Esta nueva “Guerra Fría” se asemeja mucho al contexto de la “Paz Armada” (1870 – 1914), previa a la Primera Guerra Mundial, cuando las grandes potencias del planeta, deseosos de territorios ricos en materias primas para alimentar a una imparable “Revolución Industrial”, terminaron enfrentados en un conflicto global.
Hoy el contexto es muy similar, tanto así que los egos de los actuales líderes mundiales nos hacen recordar el de aquellos monarcas que dirigían las naciones enfrentadas en la “Gran Guerra”. Detrás de estos se encuentran cupulas militares y los grandes empresarios que cegados por los grandes negocios de armas, no miden la tensión que provocan con una carrera armamentística que tanto hoy como hace 100 años no tuvieron precedentes.
Hoy, aunque no se perciba, el temor debiera ser mayor que el vivido cuando la tensión surgía por un tema ideológico y no de uno económico. Las ideologías, aunque enfrentadas, tienden a sentarse en la mesa, el apetito por la riqueza no tiene esa sana costumbre.
Finalmente, esta nueva “Guerra Fría”, la idea del enfrentamiento entre bloques ha dejado de ser válido. La ya mencionada decadencia de liderazgo norteamericano, ha llevado a sus antes fieles aliados a tomar distancias. El decidido apoyo que antes Washington recibía por parte de la Gran Bretaña, Francia, Alemania e Italia no se percibe más, como tampoco se toma como un hecho la alianza entre Rusia y China, que más bien ambicionan las mismas áreas económicas.
La historia se escribe en estos mismos momentos. Somos observadores de primera línea, en donde las redes sociales y los medios de comunicación, hoy cada vez con menos límites, nos informan o desinforman inmediatamente sobre cómo se realizan los eventos.
Nuestra nueva “Guerra Fría, en donde ya no se enfrentan lideres totalitarios y sanguinarios, frente a gobiernos demócratas, sino un multimillonario amante de las cámaras, un ex agente de servicios y un ingeniero químico hijo de un ex guerrillero, es más que interesante.