No solo somos los mensajeros

Estoy en clase en la Universidad de Lima hablando sobre la puntuación. “No se trata de seguir al pie de la letra la gramática, sino de entender los efectos de sentido de cada signo”, les digo a mis alumnos con el tono feliz de las buenas noticias. “El punto seguido, por ejemplo, se usa cuando termina una idea y empieza otra, ¡así de fácil es!”. Así de frustrante es. Llevo 23 años enseñando a escribir a universitarios, y aún me niego a admitir que el problema no es que no identifican dónde va el punto seguido. El problema es que no saben dónde empieza y termina una idea. No reconocen sus ideas.

Ahora el tono es infeliz. Ferdinand de Saussure explicó que el pensamiento es una masa confusa hasta que se segmenta en ideas gracias a la lengua, que es el producto social de una facultad que nos define como humanos: el lenguaje. Entonces, si las ideas nos distinguen como humanos, ¿cómo así hay humanos que no reconocen las suyas?

Este razonamiento no me llevará a ningún lado.

Así de frustrante es. Pero dígame, profesor, ¿a usted le gusta su trabajo?

En 2015 se hizo viral la carta de un docente uruguayo que renunció a seguir enseñando, vencido por sus estudiantes incapaces de quitar la vista de sus celulares en plena clase. Le llovieron los mensajes de solidaridad, las voces de condena a los jóvenes inconscientes, incluso algún medio tituló así la nota: La carta del profesor uruguayo que conmueve al mundo de la educación. A mí no me conmovió. Para mí el “mundo de la educación” es otro: uno de vehemencia sin fecha de caducidad, no hay otra forma de enseñar. No me conmovió, me hizo buscar a Daniel Pennac en Mal de escuela para reafirmar que “cuando nos desalentamos, nuestra pasión nos impulsa primero a buscar culpables”. No me conmovió, me hizo releer el examen parcial que me entregó una alumna mía en 2014, Fátima Rodríguez, sobre la educación. “Si el profesor no está convencido de la necesidad de lo que enseña, es imposible que convenza a alguien de ello, es imposible que eduque”, sentenció Fátima. Alumnos pegados a sus aparatos móviles, insensibles a tu pasión, incrédulos ante tu cara de triunfo, por supuesto que no es fácil. Hasta puede ser “ofensivo e hiriente”, como se lamenta el académico uruguayo, en eso le doy la razón.

Así de frustrante es. Pero no alcanza para frustrar.

A la palabra vocación —trillada, manoseada— la vaciaron de vida hasta que George Steiner le devolvió el pulso en Lecciones de los maestros. “¿Por qué se me ha remunerado, se me ha dado dinero, por lo que es mi oxígeno y mi raison dêtre?”, se pregunta el filósofo sobre su vida como profesor en universidades estadounidenses y europeas, y casi se escucha a su vocación latir. En otro momento, sin embargo, podría parecer que Steiner minimiza el valor de la enseñanza. “Somos los carteros y somos importantes. Los escritores nos necesitan para llegar a su público. Es una función muy importante, pero no es lo mismo que crear”, leo en una entrevista que le hizo El País, y de inmediato vuelvo a Pennac cuando propone aquello de “nuestra necesaria desaparición como profesor”. Y me acuerdo de Constantino Carvallo, quien en su Diario educar escribió que “los maestros están para ser olvidados, superados, desaparecidos de toda memoria”. Solo somos los mensajeros, habrían querido decir Steiner, Pennac y Carvallo, pero hay algo que no cuadra; ellos con certeza sabían de qué hablaban cuando hablaban de vocación, de seguro encontrarían sentido en las palabras de Truman Capote en Música para camaleones: “Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse”. Steiner nuevamente: “Si eres un buen profesor, ese es tu trabajo: abrir las puertas hacia dentro”. Carvallo: “Debemos también enseñar esto, a enfrentar el disgusto, a valorar el goce postergado que el esfuerzo puede dar. Es otro placer”.

Enseñar bien es enseñar a obtener placer en el esfuerzo. No. No solo somos los mensajeros.

Un mundo sin miedo

Desanimar el discurso propio: ese es uno de los peligros de persistir en el enfoque normativo —y en su abanderada, la sobrevaloración de la ortografía— de la enseñanza de la escritura.

Profesor, a usted no le gusta su trabajo.

Dígale a un alumno cómo debe escribir, y él no sabrá cómo puede escribir. Peor aún, no sabrá que escribe para decir algo. Peor aún, y este es el peligro mayor: no sabrá qué quiere decir. Y vamos, todos quieren decir algo. A veces no lo ven, los vence el miedo secreto a no decirlo bien, tan amargo como el miedo secreto a no comprender, que es muy, muy antiguo, según Pennac en Como una novela, y que los lleva a sentenciar: “No me gusta leer”.

Dígale a un alumno cómo debe escribir, y su miedo secreto lo hará escapar, y su smartphone le dará refugio.

Enseñar bien es enseñar a perder el miedo. A salirse de las líneas al pintar, a torcer las reglas de la gramática al escribir. Imagino un mundo donde se enseña que las palabras significan, representan ideas; donde los profesores no se dedican a depositar un saber prescriptivo, lo que hacen es ofrecer su amor por esas palabras. Un mundo donde convivimos con WhatsApp y con Facebook en el aula y no los señalamos como culpables.

Sin miedo a la tecnología

“… si tú los educas con libertad, el aprendizaje de esa libertad es lo que les permitirá usar mejor la tecnología”. El diagnóstico es de María Teresa Quiroz, directora del Instituto de Investigación Científica de la Universidad de Lima. Si los educamos con libertad, ellos encontrarán en sus celulares un medio de apropiación y de expresión de contenidos. De lectura y de escritura, en buena cuenta.

El problema es que no lo entendemos. No es la tecnología, somos las personas cuando nos vemos amenazadas por lo que sale del molde, como acusa Pennac. No son los celulares de los estudiantes, somos los profesores cuando nos frena el miedo a educarlos con libertad. Para que se entienda, hay que insistir. Si el vínculo con la tecnología es “corporal y mental”, como asegura Quiroz, si esta “es parte constitutiva” de nuestros alumnos, ¿tiene algún sentido sentirnos amenazados?

El problema es que no lo entendemos. Eugenia Mont, socia y directora editorial de Saxo, dicta el curso Tendencias en Contenidos Digitales en la Escuela de Edición de Lima, donde yo también doy clases. Una vez, en una conversación de pasillo, alguien le pidió que dejara de teclear en su smartphone para integrarse al grupo. Eugenia contestó: “Esto es lo que enseñamos”. Y hace dos años pude haber pensado que Marcela pasaba mucho tiempo frente a la laptop. Lo que hacía era revisar una página de relatos audiovisuales recomendada por su profesora en el colegio, o abría Word y escribía un cuento que no era una tarea, era un cuento. En el cuarto de al lado, yo podía escuchar cómo esas historias la hacían reír.  A los nueve años, Marcela ya vinculaba tecnología con aprendizaje y era feliz. También los profesores podemos serlo. Cuántos detractores tuvieron aquellos que se atrevieron a pedir a sus alumnos que crearan memes a partir de grandes novelas, cuántos lo llamaron “banalización”.

Estoy en clase en la Universidad de Lima hablando sobre la puntuación. Mis alumnos no saben dónde empieza y termina una idea, no reconocen sus ideas, así de frustrante es. Pero no alcanza para frustrar. Pregúntele a André qué hizo para que después de seis intentos su texto finalmente expresara lo que quería decir, y él contestará radiante: “Ahora sí la craneé”. Los alumnos trabajan en grupos y escucho entre murmullos la palabra pleonasmo. Falta poco para que sepan dónde va el punto seguido. Querrán saberlo y lo sabrán, no hay otra forma de aprender.

Imagino un mundo donde los profesores de escritura no tienen miedo a hacer su trabajo, que es enseñar a escribir.  Y les gusta.

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Referencias

Capote, T. (1994). Música para camaleones. Barcelona, España: Anagrama.

Carvallo, C. (2005). Diario educar. Tribulaciones de un maestro desarmado. Lima, Perú: Aguilar.

Cruz, J. (24 de agosto de 2008). “Yo intento fracasar mejor”. Recuperado de http://elpais.com

Jara, M. (2001). El signo lingüístico. En Introducción a la comunicación. Bases para el estudio de los signos (pp. 49-59). Lima, Perú: Universidad de Lima.

La carta del profesor uruguayo que conmueve al mundo de la educación. (septiembre 2016). Infobae. Recuperado de http://www.infobae.com/sociedad/2016/09/13/la-carta-del-profesor-uruguayo-que-conmueve-al-mundo-de-la-educacion/

Mateus, J. (Junio de 2017). El riesgo de la tecnología está cuando quiere reemplazar algo que no existe. Entrevista a María Teresa Quiroz. Recuperado de https://www.researchgate.net

Pennac, D. (2009). Como una novela. Bogotá, Colombia: Norma.

Pennac, D. (2011). Mal de escuela. Barcelona, España: Debolsillo.

Steiner, G. (2011). Lecciones de los maestros. Madrid, España: Siruela.

Editora periodística. Coordinadora de Expresión Escrita en la Facultad de Derecho de la Universidad de Lima. Maestro en Dirección Estratégica de Contenidos.

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