A pocos meses antesde morir, el pensador polaco, Zygmunt Bauman lanzó la siguiente advertencia: “O la humanidad se da las manos para salvarnos juntos o, si no, será la entronización de la gran corrupción y el de la venalidad universal en el que los conceptos más venerados como la verdad, la justicia y la honestidad serán convertidas en mercancías públicas”. Pues no cabe duda alguna que estamos viviendo ese tiempo. Una corrupción enquistada en la clase política y en el sistema de justicia, que traspasa los límites de la legalidad, que es lo que acaba de desatar la trama de Odebrecht, gigantesco caso de sobornos y adjudicación de obras públicas que facilitaron la corrupción que hoy se ha destapado, y que no ha tenido precedentes en la historia de nuestro país.
Es indudable que hemos ingresado a un peligroso escenario en el que el telón de fondo es la pérdida de autoridad moral y la persistente burla a las instituciones. Se está afianzando el desencanto, la frustración y la falta de vergüenza. Sin embargo, a pesar de esa lacerante realidad, también nos rodea la decencia, la ejemplaridad y el sano intento por generar cambios, desde las universidades y en particular de aquellas que tienen abolengo y tradición humanística.
Esta circunstancia es la que nos impulsa a la necesidad de refundar una ética de la responsabilidad que se enraíce en nuestro quehacer profesional: O asumimos juntos responsablemente este enfrentamiento o en su defecto tendremos que recorrer aquel camino sin retorno con el que nos instruía dramáticamente Zygmunt Bauman.
Por esta razón, nuestra línea argumentativa estará dividida en tres partes: en la primera, dedicada al enfoque, muy personal por cierto, en tratar de explicar qué es la corrupción y cómo incide en nuestra población, a partir de algunas claves de la historia y de unos caracteres de tipo cultural y orgánico que subyace todavía en nuestro organismo social; la segunda parte, estará centrada a la función social que cumplen los abogados en su peregrinaje histórico y el importantísimo valor ético de la justicia con la que el abogado siempre estará intensamente comprometido; y por último, y como desafío que habremos de asumir, destacar el papel rector que debe cumplir la educación, la familia y el ejemplo de la vida de algunos ilustres abogados que ocupan sitio de honor y de excepción en el afán de redimirnos de ese espantoso fenómeno social que no solo sufre nuestro país sino que se ha extendido a escala planetaria.
Procederemos entonces a enlazar con la tradición neo-humanista que algunos discípulos de Erich Fromm han recuperado para el debate teórico que actualmente se libra entre partidarios y detractores de la modernidad y de la postmodernidad. El hombre contemporáneo vive —parafraseando a McLuhan — en “una aldea global” donde las personas no pueden entregarse a la práctica de un individualismo exacerbado; sino que deben librar solidariamente un compromiso en la defensa de principios y valores éticos universales que dignifiquen a todos los seres humanos; sólo así, se podrá hablar con propiedad de la persona como algo realmente sagrado, en clara alusión a la célebre sentencia que en su día inmortalizó el romano Séneca: homo, sacra res homini.
Es indudable que vivimos una privilegiada época de permanentes cambios y contradicciones. En efecto, la sociedad contemporánea, a la que algunos autores califican como “la sociedad tecnológica” y otros como “la sociedad informática” es el ámbito donde, junto a esos grandes progresos de la racionalidad y de la ciencia, coexisten ámbitos importantes en lo público y en lo privado dominados por la necedad, por el simplismo y por la vulgaridad intelectual. Como dice Noam Chomsky, es sorprendente la “fascinación que parecen tener las ideas incoherentes”. A veces los medios de comunicación se encargan de difundirlas e incluso de alentarlas, y responsables políticos o líderes de opinión de dotarlas de autoridad y de solvencia.
Pareciera, como opinan algunos, que el derecho, como orden rector de la convivencia, no tuviera nada que decir ante este problema que enfrenta la sociedad; pues muchos nos contentamos con escarbar en los significados posibles o imposibles de tal o cual artículo de los códigos, jurisprudencia o de la legislación comparada, y ahí queda nuestro menester. ¿Es que frente a la corrupción el derecho, además de la represión, no puede aportar otras fórmulas?, ¿Es que los juristas no son capaces de procesar evento tan miserable desde las coordenadas de nuestra disciplina? No faltarán los que digan que estudiar la corrupción desde la óptica jurídica equivale a perder cualquier rastro de cientificidad, puesto que el análisis jurídico debe permanecer, como bien lo enseñó Kelsen, “puro” y limitarse al mundo de las normas jurídicas, sin hacer caso de otros fenómenos “extra-jurídicos”.
Bien, entonces empezaremos formulando la siguiente pregunta y respondiéndola por supuesto ¿Qué es la corrupción? Diderot contestaría “la corrupción consiste en la ignorancia de las leyes escritas y en la observancia de aquellas inconfesables”. Modestamente, entendemos por corrupción la acción de dañar, pervertir, depravar y echar a perder manipulativa y utilitariamente a alguien con propósitos malsanos, alterando y trastocando su identidad, propiciando, consciente o inconscientemente, la complicidad en el logro de finalidades perversas. Este accionar va a ir contaminando y desfigurando gradualmente la conciencia moral del individuo.
La conciencia moral, para entendernos, es aquel estado de cosas en el que perfectamente distinguimos lo que es bueno y malo, justo e injusto, honesto y deshonesto, la verdad y falsedad, conveniente e inconveniente, veracidad y mentira, lo sublime y grotesco, lo correcto e incorrecto, el bien y el mal y todos los valores éticos (la vida, el bien, la justicia, la libertad, la solidaridad etc.) que existen entre estos dos polos; y eso es lo que nos permite juzgar, es decir, formarnos juicios acerca del valor de los medios que empleamos, motivos y fines de las acciones que cada persona en la vida dispone. Por eso Kant la llamó “razón práctica” en la medida que es capaz de apreciar el valor de las acciones y el poder decidir entre varias posibilidades en razón de que uno, al amparo de la libertad, es capaz de elegirlas y de dirigirlas personalmente.
La moralidad (la razón teórica kantiana) es un hecho social que comprende el comportamiento de todas esas personas con el conjunto de principios rectores, conceptos morales, virtudes e ideales que predominan en la colectividad. La moralidad, que es socialmente dinámica siempre subyace en el subconsciente del pueblo. Es, empleando una metáfora, nuestra casa moral y colectivamente estamos orientados por ella.
¿Dónde incide la corrupción básicamente? En deteriorar, enfermar, descomponer, con fines espurios y nefastos la conciencia moral de los individuos o sea la razón práctica, pudiendo ser éstos dirigidos y cultivados con fines corruptos. Esta identidad corrupta elimina los valores creativos a favor de una supuesta ética del éxito que va a producirle al individuo un agonizante entredicho con la moralidad imperante, vale decir con la razón teórica; y, por supuesto, eso va a crear las condiciones para que todos tengamos potencialidades de corrupción. En esas condiciones somos factibles de corromper o de que nos corrompan; desde el punto de vista conceptual existen dos instancias que hay que diferenciar. De un lado, corromperse activamente en determinado momento (acto corrupto) sin que necesariamente la corrupción se haga crónica e irreversible, sino transitoria; esta instancia no involucra totalmente la identidad de la persona con esa lacra. De otro lado, se da el caso que la persona no solamente se corrompe, sino que continúa siendo corrupta, asume y encubre la corrupción en sí misma, tratando de corromper a otros (estructura corrupta).
En nuestro país, a lo largo de su historia, apareció la corrupción muchas veces. Fue perseguida y luego olvidada para que así volviera a aparecer. Ha sido siempre un círculo vicioso que se encuentra instalada y del que habrá que salir para poder ganar esta batalla. La corrupción ha crecido, además, bajo la sombra de la mal entendida tolerancia y cuando llega a límites exagerados recién se reacciona contra ella, generalmente sancionando a los pequeños corruptos.
¿Cómo se inicia este engendro social? Los elementos predisponentes, dicen algunos investigadores, son los que corresponden a la herencia y a la constitución de la Nación. Los factores determinantes, en el caso de nuestra sociedad, serían aquellos provenientes de todo ese proceso de implantaciones jurídicas culturalmente traumáticas que inevitablemente produjo confusiones, malentendidos y equívocos que sufrimos a partir de la conquista hasta haberse instalado su institucionalidad en el Virreinato.
Como anécdota y clara demostración de que cuando la corrupción se expande, ésta se inyecta transformando la moralidad, en su archiconocido Diccionario de Peruanismos don Juan de Arona incluye la palabra “consolidado” como peruanismo histórico-político-fiscal para referirse a los enriquecidos con la ley de consolidación de la deuda interna.
Algo análogo se repite en los decenios del 60 y 70 y también con el pretexto de alguna ley, la de obras públicas o ferrocarriles y la de expropiación de salitreras. Prácticamente a los actos corruptos, de manera simulada, se les dio carta de ciudadanía.
Resulta entonces que esa fue la conformación de nuestra estructura moral, habiéndose debilitado seriamente todos los principios, conceptos e ideales que conformaban la moralidad; todos esos vectores consiguientemente fueron gradualmente deshilachándose.
La moda, la permisividad, el relativismo moral son las pautas vertebrales básicas en el que los ciudadanos del presente van a seguir los vaivenes de lo conveniente y oportuno y con esa actitud se van a encubrir indirectamente actos de corrupción; existiendo una predisposición, casi orgánica, compartida por la mayoría de los individuos para facilitar la corrupción y éstos queden impunes. A continuación, se repasan algunos dichos que desafortunadamente son frecuentemente escuchados en nuestro país y que constituyen claros ejemplos de ese reblandecimiento de nuestra ya precaria moralidad. “Denunciar a los corruptos es actuar como delator”. Muchas personas se niegan a denunciar a los corruptos porque consideran que haciéndolo actúan como delatores; este comportamiento será, qué duda cabe, moralmente cuestionable. Si los corruptos consiguen que las personas honestas no los denuncien, entonces la corrupción ha triunfado porque logrará su mayor éxito: la impunidad, y esa es la mejor garantía para que la corrupción se desarrolle y continúe su propagación.
Otra frase, es aquella que se refiere al que “Roba, pero hace obra”. Muchos piensan que, si el gobernante hace obras, si gobierna dando muestras de preocupación por el pueblo, se le puede perdonar que sea corrupto. Esta forma de pensar también es cómplice de la corrupción porque se acepta la inmoralidad con tal de que el gobernante haga lo que uno cree que debe hacer o incluso se aprueba porque sus decisiones implican algún beneficio. “Hoy por ti, mañana por mí” esta otra frase es tan conocida que incluso figura en un conocido vals criollo de antaño y se utiliza cuando el funcionario público aprovecha el poder haciendo favores a ciertas personas para que se los retribuyan; es indudable que se está ante una forma de corrupción porque en el fondo se está beneficiando del cargo público para obtener beneficios personales.
En consecuencia, cuando en la sociedad las personas no denuncian la corrupción lejos de ser honestas, son sus principales encubridores o cómplices porque protegen a los corruptos. Por ello, considerarse delator cuando uno denuncia la corrupción es un rasgo cultural que implica que estamos recobrando el interés en rescatar de nuestra conciencia moral los principios rectores que conduce la moralidad de nuestra Nación.
En la segunda parte de este artículo, respecto del quehacer del abogado, nos va a alentar rememorar algunos pensamientos de don Ángel Ossorio, ex decano del Colegio de Madrid, autor de una celebérrima obra: “El alma de la toga”. Él sostenía que la abogacía no es sólo una consagración académica, sino una concreción profesional en la que no solamente el abogado debe dedicar su vida a dar consejos jurídicos sino a pedir siempre que se haga justicia; y afirmaba que un abogado, con rectitud de conciencia es mil veces más importante que el tesoro de los conocimientos que pueda acumular. La abogacía es un apostolado porque: primero, el abogado debe ser bueno; luego, ser firme; después, ser prudente; la ilustración viene en cuarto lugar; la pericia en el último.
Por ese motivo, el auténtico hombre de derecho se ha caracterizado siempre por un constante afán de justicia. Sabemos perfectamente que la vivencia de la justicia presenta dos formas diferentes: la justicia ideal y la justicia positiva, considerada como seguridad jurídica. Radbruch decía que el hombre de derecho lego o profano se orienta siempre más hacia la justicia, el hombre de derecho jurista, más hacia la seguridad; hablando en lenguaje de Spranger aquél es más idealista del derecho, éste más formalista del derecho.
A este respecto, cedámosle la palabra a Radbruch: “El proceso moral se desarrolla, no entre los hombres, sino en el seno del hombre individual, en una silenciosa polémica entre los apetitos y la conciencia, entre la parte grosera y corrompida y la parte mejor o ideal de nosotros mismos, entre la criatura y el Creador, en el fondo de nuestro propio pecho. En la Moral se halla el hombre -como Cristo en el desierto- en sublime soledad consigo mismo, sometido únicamente a la ley y al tribunal de la propia conciencia”.
En su función política, la abogacía ha sido un factor importante y decisorio en la elaboración de espléndidas y aún deslumbrantes arquitecturas jurídicas que por ejemplo se reflejan en las catorce Constituciones políticas que hasta la fecha han regido a nuestro país; códigos, tratados teóricos de doctrina, jurisprudencia, lo mismo que los volúmenes llenos de ilustración y conocimientos que contienen las resoluciones judiciales, principalmente las del Tribunal Constitucional, no son otra cosa que una suerte de metales que solamente hacen ruido si pierden o siquiera disminuyen su inspiración con el sentimiento moral. Esta conexión, semejante a un cordón umbilical, es lo que al final de cuentas las alimenta y lo que le da sentido moral a las leyes y las decisiones judiciales. El problema principal detrás de esa desarticulación de leyes y justicia con la realidad es la corrupción; y entonces dejan de ser útiles. Las leyes, Códigos y Tribunales, aún en sus deslumbrantes estructuras formales, racionales y abstractas, no van a resolver por sí solos conflictos reales ni van a producir justicia mágicamente si no están acopladas con los valores éticos.
Y, por último, estimo, a la luz de esta elucidación, que para batallar contra la corrupción no solo es suficiente la dación de leyes inflexibles, ni creando organismos especializados del Estado para que se la enfrenten. Consideramos que serán apenas medidas meramente efectistas que lo que va a producir es que ésta lacra social se repliegue y vuelva a aparecer después con mayor desenfado como ha venido ocurriendo a lo largo de toda nuestra historia. Para extirparla definitivamente se requiere desarticularla de nuestro organismo social y ese propósito, desde nuestro modesto punto de vista, sólo se logrará a nivel de educación y de vidas ejemplares: auténticos prototipos de ciudadanos.
Actualmente en el debate público se echan cada vez más de menos voces que transmitan ejemplaridad y honestidad, referencias basadas en una autoridad de prestigio moral, que los antiguos griegos y romanos, fundadores de los primeros sistemas de gobierno participativo de la historia, llamaron semnoteso auctoritas.
El Renacimiento de Palermo, como se le ha llamado a ese episodio que aconteció en Italia y que conmovió al mundo en la década de los noventa del siglo próximo pasado, es lo que podríamos denominar como un claro ejemplo de cómo se enfrentaron dos eximios abogados y mejores magistrados contra la mafia siciliana: Giovanni Falcone y Paolo Borsellino. Jueces que tuvieron convicción, visión y sobre todo coraje para cambiar un estado de cosas que hasta ese entonces dominaba la mafia. El primero fue muerto junto con su esposa y tres de sus escoltas el 23 de junio de 1992 y el segundo el 19 de julio del mismo año.
El 19 de julio de 1992, Paolo Borsellino murió al explotar un coche bomba estacionado en la Via D’Amelio, Palermo. El atentado cobró, además, la vida de cinco policías. Un coche bomba explotó en Via d’Amelio en Palermo, delante de la casa de la madre del juez Borsellino, que murió junto con 5 personas de su escolta; y no habían pasado todavía dos meses desde el atentado mortal que sufrió su gran amigo. Hoy se consideran a Paolo Borsellino y Giovanni Falcone como dos de los magistrados más importantes asesinados por la mafia siciliana y se les recuerda como símbolos principales de la batalla que libró el Estado contra la Mafia.
Siempre es necesaria la ejemplaridad moral. Pero mucho más en las circunstancias actuales, cuando la corrupción alienta a su descreimiento. Es probable que parte de este problema se encuentre en nuestro sistema educativo que no ha sabido transmitir unos valores éticos indispensables para la formación de la persona. De allí que la franca enseñanza de esos los valores generen fundadas esperanzas de que la calidad educativa esté cabalmente orientada no solo en alcanzar la excelencia académica sino también en exaltar la honradez y el sentido de justicia. Ser honestos es una forma de garantizar la verdad y la transparencia de las acciones y ello supone una concordancia entre lo que se predica y lo que se hace.
El mundo es grande, pero en último término nuestra vida se asienta en un metro cuadrado de tierra dijo el Maestro Eduardo Couture. Es cierto, nuestra vida al final se asienta en un metro cuadrado de tierra, pero queda el ejemplo que vale más que los códigos como lo expresó Calamandrei y queda además ese legado impalpable y eterno que se llama pensamiento.
Sólo siguiendo ese derrotero será posible que venzamos al flagelo de la corrupción, marcando el paso en el camino de renovación de la esperanza y confianza en el Derecho, como único medio para lograr la justicia; y entonces probablemente los abogados seremos los más consolados del mundo.