Durante los últimos días, la noticia de la condena en el marco de la querella promovida por César Acuña contra Christopher Acosta ha sido tema de discusión en numerosos espacios.
No me interesa emitir una opinión sobre quién tiene la razón o no en dicha controversia, qué tan bien fundamentada está la sentencia o qué debe primar entre la libertad de expresión e información vs. el derecho al honor. Lo que sí me llama la atención es la pregunta que planteo en el título de este comentario.
En teoría, el Derecho Penal debe estar reservado para las conductas más graves, ello en la medida en la que sus consecuencias son las más lesivas para los intereses del ciudadano (Carnevali, 2008). En efecto, la sanción preferida en el sistema de justicia peruano es la de pena privativa de la libertad. En ese sentido, si lo que se pone en juego es la libertad de los ciudadanos, se entiende que dicha amenaza tenga que estar reservada para las conductas más peligrosas para la sociedad. Aquí entran en juego los principios de subsidiariedad y última ratio.
Ahora, lo cierto es que cualquier persona que haya estado cerca del sistema de justicia (como imputado, abogado, practicante o de cualquier otro modo) conoce que los principios referidos son básicamente ignorados en la práctica. Día a día se tramitan casos que merecerían una revisión en otros ámbitos, pero continúan en la vía penal por presiones mediáticas o por la incapacidad de los operadores de justicia para desentenderse de casos insubsistentes.
El caso de los delitos contra el honor es especialmente llamativo, ya que el Ministerio Público no interviene y los interesados -para acceder a la administración de justicia- deben pagar las tasas establecidas por el Poder Judicial (situación extraordinaria en el sistema penal peruano). De hecho, el proceso en cuestión se tramita a través de una querella criminal, más parecida a una demanda civil que a una denuncia.
Entonces, ¿cuál es el problema de que las personas que se sientan agraviadas accedan a la justicia a través de una querella?
Considero que una respuesta sencilla (y carente de análisis de la realidad) sería que no existe problema. Sin embargo, sí existen ciertas incidencias a tomar en cuenta.
En principio, la carga laboral de los juzgados penales. Es muy conocida la lentitud y la dificultad que -hoy en día- existe para el desarrollo de un proceso penal en plazos razonables y garantizando el respeto a los derechos de las partes. Esto no ha mejorado de modo alguno con la pandemia, situación que incluso ha afectado aún más los derechos de las partes, al punto de que resulta sumamente complicado saber el estado de los casos y hacer lectura del expediente.
Una estadística del 2021, elaborada por el Poder Judicial, arroja que en el primer trimestre de ese año se registraron 86,634 procesos principales en materia penal resueltos, frente a 81,368 ingresados durante ese trimestre, mientras que los procesos pendientes de trámite a dichas fechas ascendían a 560,908 casos (Poder Judicial del Perú, 2021). ¿Cabe duda de la sobrecarga laboral de los órganos jurisdiccionales penales?
Entonces, parecería lógico concluir que una carga laboral menor podría generar una mejor y más eficiente gestión de los casos penales. ¿Qué procesos sacrificar? Sin duda, aquellos que no entrañan un interés colectivo, por ejemplo: los procesos penales por delitos contra el honor.
Tan es así que el honor es un bien jurídico sumamente subjetivo y cuya afectación depende exclusivamente del sentir de la víctima que el ordenamiento procesal solo permite perseguir estos delitos a través de iniciativas privadas. Es decir, no se puede perseguir de oficio. Es más, la controversia puede culminar a través de una transacción extrajudicial.
En ese sentido, no cabe duda de que nos encontramos ante delitos cuya importancia para la sociedad es nula, más aún si buena parte de estos se encuentra relacionado con ejercicios que son aceptados por la ciudadanía. Un ejemplo de ello son los programas de espectáculos, farándula o chismes que abundan en la televisión peruana porque cuentan con espectadores que consumen los productos, a pesar de que -en numerosas ocasiones- han sido el marco ideal para delitos contra el honor.
De tal modo, ¿qué importancia puede tener para la sociedad que A difame a B? El único interesado sería el agraviado y, quizás, su entorno cercano, pero no parece existir realmente un interés socialmente relevante que justifique su persecución desde el Derecho Penal.
Creo que tranquilamente este tipo de discusiones podrían realizarse a través de una demanda civil, toda vez que lo que se busca -al fin y al cabo- es el resarcimiento del daño generado, a través de una suma de dinero o de disculpas públicas. En cualquiera de los casos, la pena parece completamente innecesaria.
Si revisamos los artículos relacionados con los delitos contra el honor encontramos que la modalidad más grave (difamación agravada) puede ser sancionada hasta con tres años de pena privativa de la libertad. Esto, en la práctica, significa que el difamador muy inusualmente será privado de su libertad de manera efectiva (una pena menor a cuatro años -en la mayoría de los casos- se dicta como suspendida). Entonces, se trata de una pena simbólica.
El caso más conocido de una persona condenada por el delito de difamación a prisión efectiva es el de la conductora Magaly Medina, pena que se le impuso por difamar al futbolista Paolo Guerrero (Palomino, 2011).
¿Para qué sirvió la pena en este caso? ¿A alguien se le pasaría por la cabeza que Magaly Medina se “rehabilitó” como consecuencia de la pena que se le impuso? ¿Su estancia en la cárcel generó que se acabaran las presuntas difamaciones en este tipo de programas o en agravio de futbolistas? ¿Los ciudadanos nos sentimos más seguros después de que Magaly Medina estuvo presa?
Me atrevo a decir que la pena -efectiva o suspendida- en el caso de los delitos contra el honor no tiene ningún significado real para la sociedad y no cumple con ningún fin supuestamente establecido por las leyes peruanas.
Según el Código Penal, la finalidad de dicho cuerpo normativo es la prevención de delitos, según el Código de Ejecución Penal, la finalidad de la ejecución penal es la reeducación, rehabilitación y reincorporación del interno (a la sociedad). Actualmente, estos parecen ser objetivos irrealizables, pero son especialmente inexistentes con respecto a los delitos contra el honor.
Que existan tipos penales con penas simbólicas que muy difícilmente llegarán a ser efectivas no genera efectos disuasivos en los potenciales difamadores, más aún si se trata de ejercicios aceptados por el público o que, como en el caso de Christopher Acosta, se desarrollan en el marco de una labor periodística que -bien o mal hecha- se encuentra ciertamente amparada en un derecho constitucional. En ese sentido, pensar que los periodistas dejarán de investigar a políticos o personas públicas o lo harán con mayor rigurosidad por el solo hecho de que penden sobre ellos normas penales cuya sanción difícilmente les generará un perjuicio real es, por lo menos, ingenuo. De hecho, la discusión en torno a si la severidad de la sanción realmente desincentiva al delincuente ya se encuentra superada. Lo que parecía desincentivarlo es, más bien, la certidumbre de que la pena se aplique, más allá de qué tan grave es (Hough & Roberts, 1998).
Asimismo, en los casos de condenas (suspendidas o efectivas) a personas por delitos contra el honor, ¿realmente se puede generar una rehabilitación, reeducación o reinserción con respecto a dicha persona? Si ni siquiera se puede reincorporar exitosamente a la sociedad a personas que, por la gravedad de sus delitos, pueden percibir la negatividad de sus conductas, es muy fácil concluir que personas que se han amparado en libertades de información, expresión o ejercicio profesional no percibirán como negativas sus conductas y, como consecuencia, no existirá rehabilitación.
Usar la pena como “el coco” del Derecho solo genera una deslegitimación más y más profunda del sistema de justicia. Entre más penas simbólicas existan, es menor la confianza de la sociedad en que estas sirvan para algo. El Derecho Penal debería reservarse realmente para conductas graves en las cuales la pena cumpla un rol necesario y la ejecución de la sanción coincida con la finalidad normativa establecida.
En ese sentido y dando respuesta a la pregunta del título de este comentario, no deberíamos utilizar normas penales para discutir ofensas contra el honor de las personas. Estas discusiones deberían ser materia de reclamaciones civiles. Ya es tiempo de desintoxicar el Derecho Penal de sanciones simbólicas que no generan ningún beneficio real ni interesan a la sociedad.
Referencias:
Carnevali Rodríguez, Raúl (2008), DERECHO PENAL COMO ULTIMA RATIO. HACIA UNA POLÍTICA CRIMINAL RACIONAL, Revista Ius et Praxis – Vol. 14 – N° 1, Talca, pp. 13-48
Clínica Jurídica de la Facultad de Derecho de la Universidad del Pacífico (junio, 2019), Informe con respecto a proyecto de Ley 4184/2018-CR
Hough, M., & Roberts, J. (1998). Attitudes to punishment: findings from the British Crime Survey. Home Office Research Study 179.
Palomino Ramírez, Walter (2011), Análisis del Concepto de Honor y de los Delitos de Injuria y Difamación: ¿Será Cierto que el Derecho Penal es la Vía Adecuada para su Tutela?, Revista Derecho & Sociedad N° 37, pp. 333-342
Poder Judicial del Perú (junio de 2021), Estadística de la Función Jurisdiccional Período: Enero – marzo 2021
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