Los seres humanos somos seres emocionales. El profesor de la Universidad de Harvard, Tal Ben-Shahar suele repetir en sus presentaciones que solo existen dos clases de sujetos que no experimentan reacciones emocionales: los psicópatas y los muertos. De hecho, en el campo del florecimiento personal, es muy importante estar en contacto con nuestras experiencias emocionales incluyendo aquellas que son dolorosas. Irónicamente, la negación de la experiencia dolorosa puede prolongar el dolor. La superación del dolor requiere de la exploración de la experiencia dolorosa.
En el campo del derecho, los estudios recientes (y no tan recientes) sobre la felicidad vienen ya generando importantes estudios con hallazgos muy apasionantes y que invitan, al menos, a una reflexión sobre diversos tratamientos legales. Como premisa, conviene empezar por un concepto que el psicólogo Dan Gilbert emplea: “sistema psicológico inmune”. En términos simples, significa que los individuos tenemos un mecanismo que nos protege de experiencias emocionales radicales.
Imagínate que te encuentras en una relación amorosa (quizás lo estés) y te digas a ti mismo (a): “si termino con esta persona, pasaría el peor momento de mi vida. Sería horrible, sufriría demasiado. Sería muy difícil recuperarme de un golpe así”. Parece ser una predicción razonable, pero es incorrecta. O imagínate que te enteras de una gran probabilidad de que te confirmen una noticia esperada (el trabajo que querías, el viaje que deseabas, etc.) y te dices a ti mismo (a): “sería la persona más feliz del mundo si esto me ocurre”. Nuevamente, parece razonable… pero es incorrecto de nuevo.
Es cierto que cuando recibimos un impacto emocional doloroso nuestro bienestar se ve temporalmente mermado. También es cierto que si ganamos la lotería nos sentiremos felices. Pero nada de eso dura. La respuesta está en nuestro sistema psicológico inmune que hace que estabilicemos el nivel de felicidad, es decir, que lo acerquemos al punto previo al evento bueno o malo. Esta dinámica se llama “adaptación hedónica”. Esa es la razón por la que cuando se acaba una relación o se muere un ser querido, creemos que nunca más seremos felices pese a que el tiempo demuestra que eso es falso.
Desde este ciclo vengo enseñando un curso nuevo sobre psicología y derecho (bajo el nombre “Temas de Derecho I”) y en ese curso exploramos algunas de estas cosas. Una de las aplicaciones en el derecho de lo ya anotado se aprecia en el campo penal. Digamos que usted quiere duplicar el nivel de disuasión para un determinado tipo penal. Su intuición le dice que, si el rango de pena era de entre 2 a 4 años, deberíamos elevarla de 4 a 8 años. Ese nuevo rango generaría el doble de disuasión, ¿correcto?
Falso. Los individuos nos adaptamos como ya se ha podido apreciar. Eso quiere decir que es muy improbable que el efecto adverso de un sétimo u octavo año en prisión sea equivalente al efecto del segundo o tercer año o el de los primeros días purgando cárcel. Si el impacto adverso se reduce en el tiempo, cabe preguntarse si hace sentido incrementar los costos sociales asociados al mayor encarcelamiento dados los limitados efectos de una mayor condena. Es más, bien podría ocurrir que una persona purgando mucho tiempo en prisión, se siente feliz en donde está y su liberación sea percibida como una posible fuente de sufrimiento (¿se imagina qué impacto podría tener en ello en la posibilidad de reincidencia?).
Los estudios en felicidad y derecho recién se están abriendo camino. Para los interesados recomiendo el libro “Hapiness and the Law” de John Bronsteen, Christopher Buccafusco y Jonathan Masur. Y claro… también recomiendo que se inscriban en el curso.