Dos noticias muy recientes llaman la atención. La primera se refiere a la aprobación por parte de la Comisión de Transportes y Comunicaciones del Congreso de la República de una propuesta orientada a regular el servicio de “taxi por aplicativo” como Uber o Cabify. Esta regulación implicaría la creación de un registro nacional de plataformas tecnológicas y se crearían exigencias que van desde la obligación de tener una oficina en el país hasta emitir un comprobante de pago al usuario. La segunda noticia tiene que ver con la publicación de un reglamento por parte del Ministerio de Comercio Exterior y Turismo que, dicho en simple, establece que únicamente es posible alquilar un inmueble como hospedaje cuando la localidad no cuente con suficiente oferta de servicios turísticos. Como es evidente, un modelo como el de Airbnb resulta seriamente afectado con una disposición de este tipo.
Tanto el modelo Uber como el modelo Airbnb se insertan dentro de lo que ya es ampliamente denominado “sharing economy” o “economía colaborativa”. Rachel Botsman, autora del libro titulado “What`s mine is yours: how collaborative consumption is changing the way we live” plantea cinco caracteres para reconocer si un determinado negocio puede entenderse como propio de la “sharing economy”: (i) la idea central involucra permitir el empleo de recursos que no se utilizan o que se utilizan en menor capacidad de la potencial; (ii) el negocio debe descansar en valores y principio específicos como la transparencia; (iii) los proveedores deben encontrarse empoderados; (iv) los consumidores deben beneficiarse de la posibilidad de obtener algo de manera más eficiente, por ejemplo, pagando por disfrute en lugar de apropiación; y, (v) los negocios se caracterizan por implicar redes descentralizadas (Botsman, Defining The Sharing Economy: What Is Collaborative Consumption–And What Isn’t?, Fast Company, 27.05.2015).
Pensemos precisamente en Uber y Airbnb. En ambos casos nos encontramos ante individuos que deciden ofrecer un servicio de manera directa empleando la plataforma en la cual se expresan múltiples relaciones entre proveedores y consumidores. La persona que usa el aplicativo de Uber como conductor puede emplearlo como consumidor, la persona que ofrece un espacio en su casa en Airbnb puede alojarse en un espacio que encontró precisamente empleando la aplicación. La economía colaborativa representa una dinámica de mayores opciones en el mercado, esto es, genera competencia con los efectos que todos conocemos.
La pretensión regulatoria, para encontrarse justificada, necesita orientarse a la superación de algún fallo de mercado. Por ejemplo, en el ámbito de la protección al consumdor, se suele creer que la asimetría informativa existente entre proveedores y consumidores (en otras palabras, la existencia de información que el proveedor tiene y el consumidor no) justifica la existencia de un régimen de tutela. En el derecho laboral ocurre algo similar asociado al divergente poder de negociación de empleadores y trabajadores.
Lo curioso de las pretensiones regulatorias en la economía colaborativa es que en este contexto los fallos de mercado se atenúan. En otras palabras, el caso a favor de la regulación es sustancialmente más débil que en el contexto tradicional. En Uber y Airbnb, existen incentivos reputacionales fuertes para que los proveedores se comporten adecuadamente o brinden un servicio idóneo. Si bien las redes sociales son un espacio para encontrar quejas y reclamos, lo cierto es que esos episodios son, viendo la imagen completa y extensa, episodios que tienden a ser aislados.
El desarrollo tecnológico y la masificación de Internet exhiben el retroceso de lo que para muchos amantes de la regulación sin límites sería la era de la asimetría informativa. La información está al alcance de un click y eso comprende no solo información del producto o servicio en sí mismo sino también del comportamiento del proveedor. Es precisamente por eso que los mecanismos reputacionales se refuerzan en una dinámica de economía colaborativa que se apoya fuertemente en la tecnología.
Si algo nos demuestra la era en la que vivimos hoy, es que aquellos espacios de indefensión del pasado se encuentran trastocados por una economía dinámica y democrática en la que todos podemos decidir si ofrecemos o consumimos. Algunas voces quieren tomar innovaciones y aplicarles la regulación del pasado (contagio regulatorio) cuando lo sensato es precisamente lo opuesto: aprender de las lecciones de la innovación para identificar espacios de desregulación. Tiendo a creer que las propuestas regulatorias que vemos últimamente esconden una pretensión más bien mercantilista bajo el disfraz de la “protección al consumidor”. Es la competencia la que le hace el juego a los consumidores, no la burocracia.