La concepción predominante que actualmente se tiene del Estado ha evolucionado del Estado Legal de Derecho al Estado Constitucional de Derecho como consecuencia del cambio de protagonista normativo, antes la Ley y ahora la Constitución. Pero esta transformación es dinámica e irreversible y se ha nutrido de varios elementos como la concepción normativa de la Constitución, el principio de la supremacía de la Constitución, la jurisdicción constitucional y la Constitución como un conjunto de valores, principios y reglas. A esta nueva concepción del Estado incluso se le llama Estado Jurisdiccional de Derecho o Estado Neo constitucionalista y su característica más impactante se exhibe en el rol preponderante jugado por los jueces constitucionales para la existencia y vigencia de la Constitución, no sólo con capacidad de enmendarle la plana al legislador a través de las sentencias en los procesos de inconstitucionalidad sino también con el poder de expedir precedentes vinculantes con efectos normativos generales con el único límite de su propia autorrestricción.
En el Perú, de todos los jueces constitucionales, los que ocupan una ubicación privilegiada son los magistrados del Tribunal Constitucional, quienes al ser los supremos intérpretes de la Constitución tienen como una de sus principales funciones la de realizar –de modo exclusivo y excluyente- el control de la constitucionalidad de las normas con rango de ley a través del proceso de inconstitucionalidad. El control de constitucionalidad es una expresión que vincula una relación de subordinación entre dos categorías normativas: La Constitución (subordinante) y la norma con rango de ley (subordinada) y constituye la garantía de la conformidad de dicha norma respecto de la Constitución, por esa razón, a los mecanismos procesales que incorpora un ordenamiento jurídico para lograr este propósito, es decir, la supremacía de la Constitución, usualmente se les denomina garantías constitucionales, siendo uno de los más importantes el denominado proceso de inconstitucionalidad, el cual puede ser regulado bajo diversas características con relación a su oportunidad, alcance, autoridad competente y claro está, respecto a quienes tienen legitimidad activa para iniciarlo.
El proceso de inconstitucionalidad es un proceso abstracto y objetivo que busca garantizar la supremacía normativa de la Constitución y tal como ha sido diseñado desde su incorporación a nuestro ordenamiento jurídico con la Constitución de 1979, tiene como elemento definitorio su legitimidad activa restringida. Ésta no se sustentó en argumentos jurídicos sino en políticos. Además, tanto en la Constitución de 1979 como en la de 1993, los constituyentes no tuvieron un razonamiento técnico justificado y coherente para designar a los sujetos legitimados para promover este proceso inconstitucional es por ello que se advierten algunas incoherencias e inconsistencias dentro de un sistema de legitimidad restringida.
En nuestra opinión, la legitimidad restringida no sólo no ha sido la mejor opción sino que para nuestro actual régimen constitucional podría decirse que es hasta incompatible con los valores que contiene. Con relación a los criterios para establecer la legitimidad activa, pueden circunscribirse a dos grandes categorías, la legitimidad popular, cuando todo ciudadano -por el sólo hecho de serlo y sin ninguna condición adicional-, está habilitado para demandar la inconstitucionalidad de una ley, en cuyo caso, se configura un derecho fundamental de naturaleza política; y la legitimidad restringida, cuando sólo determinadas personas o entidades, públicas o privadas, están autorizadas para hacer este tipo de control, en cuyo caso, ya no es un derecho sino un privilegio. Nuestra Constitución actual no sólo reconoce expresamente el principio de supremacía normativa de la Constitución sino que también incorpora como uno de los pocos deberes de los peruanos el de defender la Constitución, por lo tanto ante la regla de la legitimidad restringida del Artículo 203° al menos podría decirse que subyace un valor y un principio que apunta hacia el criterio contrario: la legitimidad popular.
Tenemos un Tribunal Constitución que ha participado activamente en la interpretación constitucional y en el desarrollo jurisprudencial de sus valores y principios, llegando en muchas de sus sentencias a cuestionar la interpretación literal de la Constitución, por ejemplo, la irrevisabilidad de las resoluciones del Jurado Nacional de Elecciones (Artículo 181°) e incluso mantuvo temporalmente como precedente vinculante, la admisión del recurso de agravio constitucional contra sentencias estimatorias en procesos que tienen como finalidad la protección de los derechos fundamentales (Artículo 202°, numeral 2). En todas estas sentencias, que han encendido polémicas académicas interesantes, el fundamento último que ha invocado el Tribunal Constitucional es justamente la supremacía normativa de la Constitución.
Entonces, si ésta es la ratio decidendi elemental para toda decisión del Tribunal Constitucional, la posibilidad de aceptar la legitimidad popular -es decir, que cualquier ciudadano pueda presentar una demanda de inconstitucionalidad contra una norma con rango de ley- se encuentran dentro de la ruta lógica de un sistema que pretende garantizar en forma efectiva e inmejorable la vigencia de su Constitución. Si existen más sujetos con legitimidad activa indudablemente van a existir más posibilidades de control y el mayor control va a redundar en mejores normas y en una Constitución menos contaminada, en otras palabras, el funcionamiento del pacto social en su más óptima versión.
Dentro de Latinoamérica, la mayor cantidad de países ha optado por la legitimidad popular en los procesos de inconstitucionalidad. Hay cada vez más países donde se reconoce expresamente a la Constitución la naturaleza de una norma jurídica y en donde existe el deber para todos de defenderla. Es una verdad que no se quiere ver, pero la objeción a la legitimidad popular obedece a viejos mitos que hasta el propio Hans Kelsen cuando participó en la elaboración del primer Tribunal Constitucional tuvo la hidalguía de reconocerlo: el temor al colapso procesal. En Latinoamérica hay una vasta experiencia de acciones populares de inconstitucionalidad y en el Perú la tenemos respecto del control de normas de inferior jerarquía a ley. En ambos casos hay muchos años de experiencia, incluso siglos –como en Colombia y Venezuela- y nadie ha buscado girar el timón a la legitimidad restringida por el temor al colapso de la justicia constitucional por la proliferación de este tipo de demandas. La tendencia debería ser menos y mejores normas por año. La posibilidad latente de que cada nueva norma general sea sometida al control del Tribunal Constitucional puede ser servir como mecanismo preventivo y disuasivo para las no pocas leyes, decretos legislativos, decretos de urgencia, normas regionales y municipales irrazonables que a veces nos acostumbran los legisladores nacionales y subnacionales. Más cuidado y esmero en la aprobación de la norma, mejor evaluación constitucional antes de su expedición, más conocimiento constitucional de parte de los involucrados e incluso, en términos estadísticos y de trabajo procesal, será mejor un proceso de inconstitucionalidad por cada norma que miles de procesos de amparo contra la misma, más aún cuando son autoaplicables o se fuerza la figura de su autoaplicabilidad para que proceda el control mediante el amparo. Será mejor una decisión más elaborada y razonada por un tribunal especializado en temas constitucionales y no muchas decisiones de jueces, algunas veces con sentidos distintos y contradictorios entre sí.
Como sucede por ejemplo con la Constitución de Colombia, los ciudadanos debemos tener como derecho fundamental de carácter político, el derecho al control constitucional. Podría darse el caso que un Tribunal Constitucional de avanzada, en base a las consideraciones antes mencionadas, admita a trámite un proceso de inconstitucionalidad iniciado por una sola persona o que el Congreso, en ejercicio de su función de poder constituyente derivado, promueva la enmienda de la Constitución para permitir la legitimidad popular en el control constitucional de las normas con rango de ley.