I. Un panorama general y ejemplos
La mala fe procesal no está reservada al ámbito judicial, en el arbitraje nacional existen múltiples ejemplos que deberían algunos actores agradecer a la confidencialidad porque no se hacen públicos. En artículos anteriores, abordé algunas cuestiones relacionadas a la relevancia de sancionar eficazmente esas malas prácticas (responsabilidad en costos) y no dejarlas impunes. ¿A qué tipo de conductas me refiero?
No sospecharán los lectores qué “juristas” de nuestro peculiar Derecho se valen de ese tipo de chicanas o leguleyadas, describamos algunas:
- El árbitro “suicida” o “bonzo”
Sorprendentemente, dentro de la tipología o perfiles de árbitros están los que muy disimuladamente parece que co-patrocinaran a la parte que los designa y, antes que evitar el desenlace inevitable de la derrota jurídica por su ‘contraparte’, prefiere dejarse cuestionar en su idoneidad profesional o ética para que lo excluyan del Tribunal -a mitad o poco más de avance del procedimiento- y se recomponga así el Tribunal, en un intento por dar un golpe a la mesa y permitir que ese revulsivo le conceda un segundo aire a la parte que lo designó para que esta trate de recuperar la fuerza contendora.
Y en ese peregrinaje, nuestro personaje se deja llevar de la mano en el procedimiento de recusación y sin mucha defensa o contradicción a los argumentos que se esgrimen en su contra, va y se enzarza en lo que podríamos denominar un protocolar procedimiento de recusación con final esperable, si es que acaso no llegara a renunciar directamente a su cargo para evitar la fatiga. Un trámite o una puesta en escena muy interesante.
- Los abogados “nuevos”
También está otra forma de petardear y socavar el orden del procedimiento, es el caso en el que la parte que no viene siendo favorecida en las decisiones interlocutorias o parciales en el arbitraje, cambia súbitamente de abogados, alegando que sus abogados anteriores no “venían haciendo bien las cosas” al punto de comprometer su derecho de defensa (al menos, despotricando para adentro, afuera puede seguir llevándose de maravillas o felicitando a esos abogados iniciales).
¿Y qué logra dicha parte variando de abogados? Pues, sencillamente utiliza ese cambio para replantear su posición jurídica y fáctica, vale decir, para cambiar su teoría del caso y comenzar a solicitar: reprogramaciones, suspensiones, reconsideraciones y similares, so pretexto ese nuevo ingreso; como si los nuevos abogados trajeran consigo una nueva discusión o debate respecto de todo lo que ya se actuó en la etapa postulatoria y probatoria del arbitraje. Es decir, una risotada a la preclusión, bajo la mal entendida “flexibilización arbitral” que lo permite y puede todo.
En algunos casos, incluso la nueva defensa legal logra que se canalicen recusaciones por “hechos nuevos” que no lo son y que los reputan como tales porque recién empiezan a empaparse del caso y porque se le ocurren nuevas ideas. Es decir, se genera lo que los procesalistas viejos llamarían: un “nuevo juicio” dentro del mismo procedimiento. Todo a partir de la brillante estrategia de cambiar abogados en pleno procedimiento, sin más afán de darle un nuevo enfoque al caso sin importar que dentro se esconden las tácticas de guerrilla y maniobras dilatorias que lo único que buscan es que no se resuelva el fondo de la controversia y, que, en algunos casos, el laudo no se dicte dentro del plazo convencional o reglamentario.
- El abogado “doble función”
No menos llamativo es el caso de los litigantes en arbitraje que ocupan, a su vez, alguna posición en alguna corte o consejo, órgano desde el cual participan (directa o indirectamente) en procedimientos que ven en su estudio de abogados. Es decir, nula independencia e imparcialidad.
Esa doble influencia no es transparente ni sana para el arbitraje. Si los que ocupan dichas funciones van a tener en los casos un interés concreto y van a moverse en función a esos apetitos, no tiene sentido.
De ahí que sea recomendable que quienes ocupan cargos de control o dirección en los centros arbitrales sean personas lo más descontaminadas posibles de los casos particulares. Máxime si ya se comienza a darle a algunos la tarea de revisar los laudos, mucho cuidado con los conflictos de intereses.
- Las “reliquidaciones” por complejidad
Está siendo común que los centros replanteen los gastos arbitrales en función a la dificultad que van adquiriendo las disputas, tanto desde el punto de vista del debate probatorio, voluminosidad de la documentación, multiplicidad de pericias, etc. Y por supuesto que existen casos que ameritan ese replanteamiento de gastos.
Sin embargo, estas decisiones deberían ser cada vez más justificadas, es decir, para utilizar la palabra maldita en el arbitraje local: motivadas. No como un prurito formal, sino como una garantía. Me explico.
Si un centro considera que a raíz de las audiencias y de la mayor “complejidad” que ha adquirido la controversia, se requiere un alza en los gastos arbitrales, debería ello fundarse en por lo menos dos variables: (i) la acreditación objetiva de ese incremento, no la mera subjetividad o discrecionalidad; y (ii) el anclaje en las cuantías reclamadas, no deducirlas, es decir, no puede sobreentenderse que la disputa ahora tiene un mayor reclamo cuantificable porque “así parece”, no. Se debe ceñir al principio de iniciativa de demanda privada y de los montos contenidos en ella, no se pueden hacer cálculos multiplicadores que parecieran que sólo busca añadir “valor” a la disputa para que se suban los gastos a solicitar a las partes.
Estamos, cuidado, cruzando en ese caso la delgada línea constitucional del acceso a la justicia y el debido proceso, y no me refiero a cuestiones “procesalísticas”, sino a garantías constitucionales que también deben respetarse al interno de los procedimientos administrativos alrededor de un arbitraje, como el que está referido a los costos. Esos procedimientos de trámite son relevantes y no están exentos de un respeto a esas garantías.
- El árbitro “caserito”
Dentro de las peculiaridades de los nombramientos arbitrales, no deja de sorprender el caso del árbitro que, habiendo participado activamente en un arbitraje que culminó con archivamiento (sin pronunciamiento sobre el fondo), pero que tuvo participación directa en las decisiones probatorias interlocutorias y en la decisión de costos contra la parte antagonista, vuelva a ser designado por la parte que lo nombró en el primer arbitraje -en el que se formó una opinión del caso-.
En otras palabras, el árbitro ya tiene una opinión pre-concebida de la controversia, claramente contraria a la posición de una de las partes con decisiones parciales probadas, y aún así, busca participar del segundo arbitraje a pesar de que ya tiene una posición parcializada. ¿Debería apartarse del caso?
En realidad, la parte se siente cómoda con ese árbitro porque sabe que, difícilmente, cambiará su posición en el segundo arbitraje. Ahora bien, a lo dicho podría replicarse diciendo que no hay posición formada porque no hubo laudo. Eso es una total ingenuidad.
Claro que pueden extraerse dudas justificadas a la imparcialidad de un árbitro por sus comportamientos anteriores a la etapa de emisión de laudo. Existen conductas que inexorablemente conducen a concluir que ese árbitro ya está persuadido por una parte y que si se (re)inicia el caso, volverá a tener esa postura y convenientemente la parte lo vuelve a nombrar. Reitero, son muy finas esas líneas de intereses.
- El nombramiento “olvidado
Otra práctica curiosa es la de la parte que, cuando tenía que nombrar a su árbitro, es decir, en la etapa procesal oportuna donde le correspondía proceder a ello, decide evitarlo. ¿Con qué intención? Pues, que la autoridad administrativa nombre por defecto y luego esa parte alegue que se le ha “impuesto” un Tribunal y que no tuvo la oportunidad de participar de la conformación.
Dejando ya evidenciada con esa actitud la consabida frase: “se está atentando contra mi derecho de defensa, lo haré valer ante las autoridades competentes”.
El problema es que puede avanzar el procedimiento y, por gracia y obra del destino, el árbitro que designó la autoridad administrativa renuncia al cargo, debido a que se le apareció una incompatibilidad sobreviniente. En ese supuesto, la lógica diría: ya dejó pasar la parte el plazo que tuvo inicialmente para nombrar a su árbitro, el hecho que se deba recomponer el Tribunal por esa renuncia, no “revive” el derecho que no ejercitó en su momento de designar a su árbitro.
Pues bien, paradójicamente algunos centros le vuelven a conceder el plazo a esa parte negligente y, esa parte vuelve a tener la oportunidad de designación que soslayó voluntariamente en un momento inicial. Es decir, se premia al descuido y se afecta a la celeridad y al avance del procedimiento.
- La suspensión “a nada” de la audiencia
Los más fervientes críticos del sistema judicial suelen ser severos cuando señalan que no existe orden y predictibilidad en la organización de los actos procesales. En esa sede es común que se reprogramen las audiencias, que se notifique ello a minutos de llevarse a cabo la audiencia, o que se ampare alguna nulidad maliciosa antes de una diligencia o audiencia importante, es decir, se juega con el tiempo. ¿En el arbitraje no es así?
Pues, hay casos en los que, a un día de empezar la semana de audiencias, o de practicarse alguna actuación arbitral relevante, se concede una reprogramación o una suspensión por los motivos más insospechados, que van desde el viaje inusitado de uno de los abogados, el pedido de mayor plazo para responder un escrito, una articulación autogenerada, la recusación dilatoria, la falta de un formalismo, es decir, una serie de excusas que a veces generan tres o cuatro reprogramaciones de las audiencias.
No obstante, ¿no es que acaso el arbitraje no debería sucumbir a esas desprolijidades? Veamos dos planos de análisis: (i) cada cuánto una parte recurre a esas tácticas dilatorias y (ii) cada cuánto los árbitros lo permiten.
Y lamentablemente en el país todavía tenemos árbitros temerosos que, en lugar de hacer valer su autoridad y avanzar con el procedimiento, se detienen a resolver ese tipo de pedidos, a darles cabida, ralentizando así las actuaciones y haciendo que la paranoia del debido proceso los invada. Eso no puede suceder.
II. Conclusión
Cuando se dice que el arbitraje local es un mecanismo de solución de controversias más eficiente que el Poder Judicial (aseveración que es innegable en términos de calidad y tiempo), no debería convertirse en un acto de autocomplacencia, sino en una oportunidad para repensar si conductas como las descritas coadyuvan o no a ese fin. ¿No será que con algunas conductas nos estamos pareciendo más a aquello de lo que queremos diferenciarnos?
Se tiene que ser, pues, implacable con las partes que ejercen actos de evidente bloqueo del procedimiento. Por ello, deben hacerse operativas y aplicables las normas que sancionan ese tipo de maniobras de abuso y temeridad procesal.
Al final del día, los laudos no son tan buenos como lo son sus árbitros, eso es una falacia. El arbitraje es bueno como lo son sus conductas y decisiones, al margen de quiénes estén. Es un tema objetivo, y no de nombres.
Imagen extraída de: https://elperuano.pe/noticia/192678-arbitraje-estas-son-las-cinco-ventajas-que-ofrece-frente-a-un-proceso-judicial