Fecha de publicación: 18 de octubre de 2024
Por: Janfer Crovetto
Si algo distingue a los abogados, es el verbo. No necesariamente la elocuencia ni la facundia, pero sí el lenguaje cargado de tecnicismos, que para un lego en Derecho puede ser oscuro, críptico, inentendible. Es inevitable. El lenguaje jurídico está plagado de vocabulario propio que los abogados y estudiantes de Derecho compartimos pero que los demás no necesariamente comprenden. Algunas palabras o frases, incluso, tienen una acepción coloquial que es distinta del significado o del sentido estrictamente jurídico. Debería ser misión de los abogados “socializar” nuestro lenguaje, explicando, en aquellas circunstancias que lo ameriten, que cierto término o expresión no debe ser entendido en el sentido coloquial, usual o informal, sino en el sentido técnico-jurídico. El problema surge cuando los abogados, en lugar de distinguir un sentido de otro y emplear el vocabulario técnico con rigurosidad, nos dejamos llevar por el lenguaje común, olvidándonos de lo que hemos (o deberíamos haber) estudiado, y cometemos errores. Algunos de ellos, imperdonables.
Primer error imperdonable
No es correcto afirmar que los contratos se celebran de conformidad con ciertos “términos y condiciones”. Tampoco es correcto denominar “términos y condiciones” a las cláusulas generales de contratación. En sentido coloquial, se puede entender que la mención a los términos y condiciones de un contrato es una referencia a su contenido normativo. Sin embargo, en sentido técnico-jurídico, los términos y las condiciones son modalidades del negocio jurídico (el término es el plazo del cual depende la eficacia del negocio, mientras que la condición es el hecho futuro e incierto que determinará si un negocio jurídico empieza a surtir efectos o deja de hacerlo; una tercera modalidad del negocio es el modo o cargo). Como modalidades, los términos y las condiciones pueden formar parte del contenido normativo un contrato, pero el contrato no es solo términos y condiciones. El objeto del contrato es mucho más amplio, porque contiene derechos, obligaciones, declaraciones, sujeciones y muchas otras situaciones jurídicas subjetivas distintas de los términos y las condiciones. El contrato puede, incluso, no tener condiciones y tampoco tener plazos de eficacia. Lo correcto, entonces, en la introducción de un contrato, no es indicar que este se celebra conforme a “los siguientes términos y condiciones”. Lo apropiado es decir que se celebra conforme a “las siguientes estipulaciones” o conforme a “las estipulaciones contenidas en las siguientes cláusulas”. La estipulación contenida en una cláusula contractual puede regular un término (un plazo), una condición o cualquier otra situación jurídica que integre la relación entre las partes. Un contrato no es un documento coloquial en el que podamos emplear la lengua popular. Por lo menos no cuando el contrato es redactado por un abogado. Los abogados tenemos el deber de utilizar la terminología jurídica con rigor y precisión.
Segundo error imperdonable
El objeto de un contrato es su contenido normativo. Los requisitos de licitud, posibilidad física, posibilidad jurídica y carácter determinable del objeto, necesarios para la validez del acto jurídico, se deben analizar respecto de todas y cada una de las cláusulas que componen el contrato. Por eso, aunque se trate de una práctica extendida y casi nunca cuestionada, no es correcto titular “objeto” a una cláusula específica del contrato, porque el objeto es todo el contenido del contrato (todas sus cláusulas). El error que se suele cometer es designar como “objeto” a la cláusula que establece la función o finalidad del contrato o a la cláusula que identifica la relación de colaboración o de intercambio (aquí va uno de nuestros vocablos crípticos: el sinalagma). Por ejemplo, en un contrato de compraventa, se suele denominar “objeto” a la cláusula que establece que “por el presente documento, el vendedor se obliga a transferir la propiedad del bien al comprador a cambio del precio pactado en la cláusula xx”; en un contrato de locación de servicios, se suele denominar “objeto” a la cláusula que establece que “por el presente contrato, el locador se obliga a prestar los servicios al comitente, a cambio del pago de la retribución prevista en la cláusula xx”, y así. Esto no es correcto en sentido técnico-jurídico, porque esas cláusulas, si bien forman parte del objeto del contrato, no son todo el objeto. Aun cuando los títulos de las cláusulas no sean determinantes para su interpretación, un operador jurídico poco instruido (que los hay, y a montones) podría confundirse y llegar a conclusiones absurdas respecto de la exigencia de los requisitos del objeto que determinan la validez o invalidez del acto jurídico.
Tercer error imperdonable (que te puede llevar preso)
No es necesario ser abogado penalista para saber que uno de los principios fundamentales del Derecho Penal es la presunción de inocencia. En la Constitución Política del Perú, ese principio está enunciado de la siguiente manera: “Toda persona es considerada inocente mientras no se haya declarado judicialmente su responsabilidad”. La Real Academia Española define a la presunción de inocencia como la “presunción que se aplica a toda persona, aun acusada en un proceso penal, mientras no se produzca sentencia firme condenatoria”. Como sabemos, una presunción es un hecho que la ley tiene por cierto sin necesidad de que sea probado (para desvirtuar la presunción, cuando ello es admitido por la ley, se tiene que probar en contrario). ¿Por qué, entonces, es tan común escuchar en las noticias, leer en la prensa y, lo que es incluso más grave, oír de boca de jueces, fiscales, policías y abogados-comentaristas expresiones como “presunto delincuente”, “presunto delito” o “presunta organización criminal”? A un periodista sin formación jurídica le podemos aceptar que emplee el adjetivo “presunto” como sinónimo de “supuesto” o “hipotético” porque, al fin y al cabo, el periodista puede emplear el lenguaje coloquial en su discurso. Sin embargo, a un abogado no le deberían estar permitidas tales licencias, mucho menos a los magistrados encargados de administrar justicia. Cuando estos últimos califican a una persona como “presunto delincuente”, están pervirtiendo la presunción de inocencia, porque están presumiendo que una persona es responsable de la comisión de un delito, cuando todavía no existe una declaración judicial de responsabilidad. En rigor, solo existen los presuntos inocentes (hasta la emisión de la sentencia condenatoria) y los culpables (desde la declaración judicial de responsabilidad). No existen los “presuntos delincuentes” ni los “presuntos culpables”. Por eso, no es correcto tildar a un investigado como “presunto delincuente”. Lo apropiado es calificarlo como “supuesto delincuente” (la suposición, a diferencia de la presunción, no tiene ninguna connotación jurídica) o, simplemente, como sospechoso.
Cuarto error imperdonable
En el lenguaje común, rescindir un contrato es sinónimo de resolverlo. En el lenguaje técnico-jurídico, rescisión y resolución son figuras distintas. Mientras la rescisión deja sin efecto un contrato válido por causal existente al momento de celebrarlo, la resolución lo deja sin efecto por causal sobreviniente a su celebración (por ejemplo, un incumplimiento contractual). En el Código Civil peruano la rescisión sólo está contemplada para tres supuestos: la lesión, la compraventa de bien ajeno y la compraventa sobre medida. Por eso, cuando escuchamos a una persona sin formación jurídica hablar de rescindir un contrato como consecuencia del incumplimiento de alguna obligación, entendemos que se está refiriendo a la resolución y no a la rescisión. Sin embargo, cuando escuchamos a un abogado confundir la rescisión con la resolución, o cuando leemos un contrato, un informe jurídico o un escrito judicial en el que se emplean ambas palabras como sinónimos, es que algo ha fallado en el pregrado.
Bonus track
Otros errores recurrentes en el lenguaje jurídico son denominar “recurso de amparo” a lo que en rigor no es un recurso sino una acción (porque el recurso es un medio impugnatorio dentro de un proceso o procedimiento y el amparo es una demanda independiente, que da lugar a un proceso judicial autónomo); denominar “socios” a los miembros de los clubes sociales o deportivos constituidos como asociaciones civiles sin fines de lucro, cuando en realidad son “asociados” (los socios son los titulares de acciones o participaciones representativas del capital de sociedades, esto es, de personas jurídicas con fines de lucro); y emplear el verbo “coberturar” como sinónimo de “cubrir”. “Coberturar” no existe en el diccionario; “cobertura” sí, y tiene varios significados, entre ellos, “cantidad o porcentaje abarcado por una cosa o una actividad”, “extensión territorial que abarcan diversos servicios, especialmente los de telecomunicaciones” y “acción de cubrirse”. Entiéndase, entonces, que los seguros no te “coberturan”, pero sí te cubren; o que las empresas de telecomunicaciones no han “coberturado” gran parte del territorio nacional, pero sí lo han cubierto (o por lo menos eso nos hacen creer).
A diferencia de “coberturar”, que (todavía) no existe en el lenguaje castellano, el verbo “aperturar” ya se ha hecho de un lugar, aunque a la fuerza, en el diccionario de la Real Academia Española. Hasta hace algunos años, “aperturar” era un barbarismo (no en el sentido irregular que algún ex encargado de la presidencia en el Perú le quiso dar al vocablo para intentar minimizar el impacto de y justificar su admiración por la barbarie terrorista, sino barbarismo en el sentido de “incorrección lingüística que consiste en pronunciar o escribir mal las palabras, o en emplear vocablos impropios”); hoy, su definición oficial es “abrir algo, especialmente una cuenta bancaria”. Por tanto, decir ahora “aperturar una cuenta bancaria” ya no es más un error. En el Diccionario Panhispánico de Dudas, la Real Academia Española justifica esta concesión al habla popular, señalando que “a partir del sustantivo apertura (“acción de abrir”), se ha formado el verbo aperturar. Aunque en los últimos años se ha extendido su empleo en ciertos ámbitos con los sentidos de “inaugurar” (…) y “abrir [una cuenta bancaria]” (…), siguen siendo preferibles los verbos de uso tradicional en esos contextos”, y nos deja, además, una advertencia: “No está justificado y debe evitarse su empleo como mero equivalente de abrir”. Personalmente, prefiero abrir cuentas y no “aperturarlas”.
Una palabra que usamos muchos los abogados civilistas (y empleo el plural no en el sentido mayestático sino en el sentido culposo confesional) es “determinabilidad”. No está en el diccionario. “Indeterminabilidad” tampoco. Sabemos que uno de los requisitos del objeto, para la validez del acto jurídico, es que sea determinado o determinable (que se pueda determinar). A partir de este adjetivo, los abogados hemos construido un sustantivo que la Real Academia Española no reconoce, y lo empleamos muy a menudo, en artículos, en libros, en escritos y en disertaciones: la “determinabilidad” del objeto. Está mal dicho. Lo correcto es decir “el carácter determinable del objeto”. Aunque sé que está mal, no garantizo que yo mismo pueda eliminar de mi léxico esa palabra inexistente, por deformación profesional.
Y un error recurrente, tanto en el lenguaje jurídico como en el coloquial, es decir “período de tiempo” y “lapso de tiempo”. Son redundancias, porque el período es el “espacio de tiempo que incluye toda la duración de algo”, y el lapso es el “tiempo entre dos límites”. Basta decir “período” y “lapso” para que el concepto “tiempo” se entienda implícito.