Existen estudios que revelan que la percepción referida al atractivo físico de una de las partes en un proceso influye en la decisión legal que se adopte sobre dicha persona. No existe duda alguna de que se espera de los jueces que emitan decisiones imparciales en las que la apariencia no tenga influencia. Tampoco existe duda de que los juzgadores son seres humanos y, por tanto, se encuentran expuestos a las limitaciones y sesgos que todos los seres humanos enfrentamos en nuestro día a día. ¿Qué hacer con el problema del sesgo-belleza?
Uno de esos estudios es el de Downs y Lions publicado en 1991 en el Personality and Social Psychology Bulletin. Ese estudio exploró la variabilidad en la determinación de multas y fianzas en función a la percepción de belleza. Otro estudio publicado en 1997 por Desantts y Kayson revelaba que en un caso ficticio, la duración de la condena en prisión era más extensa para personas consideradas físicamente menos atractivas.
Se suele señalar que con una mirada al rostro de alguien por un tiempo muy corto -entre 33 a 100 milisegundos- hemos formado una primera impresión. La primera impresión suele estar construida sobre la base de diversos factores, tales como: (i) familiariedad del individuo; (ii) percepción sobre la aptitud del sujeto; (iii) similitud emocional con el sujeto; y, (iv) percepción rápida sobre la actitud del individuo.
Aunque este sesgo pueda parecernos inexplicable, lo cierto es que tiene una lógica sencilla de comprender. La primera impresión nos orienta sobre lo que debe ser nuestra respuesta frente a un nuevo individuo (huída si la impresión es amenazante, por ejemplo). Es algo bueno que los seres humanos podamos hacer evaluaciones casi instantáneas tan relevantes aunque ello implique, en muchos casos, tener que idear técnicas y estrategias para superar lo que bien podríamos juzgar como un comportamiento prejuicioso.
La conversación sobre el impacto de la percepción de belleza en las decisiones legales puede ciertamente llevarnos a temas profundos como el prejuicio racial en los juzgados o el impacto de la vestimenta de las partes o incluso de quien ejerce la defensa o representación legal en un informe oral. En este contexto, la columna plantea algunas preguntas únicamente con el propósito de provocar una reflexión más detenida en el lector: ¿deberíamos reducir o quizás eliminar la participación presencial de las partes directamente involucradas en el litigio? ¿o quizás deberíamos adoptar estrategias para que los jueces escuchen a las partes pero no las vean?
Parece claro que la eliminación de los sesgos que afectan a los jueces es una tarea imposible. Sin embargo, el razonable esfuerzo por evitar decisiones sesgadas parece un imperativo claro. Tomando en consideración los estudios que se vienen desarrollando, parecen plantearse dos estrategias para análisis más detenido. La primera, identificar reglas legales y la arquitectura de las salas de audiencia (entre otros) que pudieran reducir el espacio para decisiones sesgadas. La segunda, invertir en formación muy tècnica para los jueces dado que parece existir evidencia de que las personas más instruídas y conscientes de los sesgos tienen más chance de proteger sus decisiones de tales sesgos.
Desde el plano académico, sin duda se requieren más experimentos (adaptados a nuestra realidad y explorando múltiples contextos como lo puede ser un estudio de este y otros sesgos en vocales de tribunales administrativos o en tribunales arbitrales). Asimismo, debe analizarse si eventuales hallazgos en torno a la presencia de sesgos podrían dar lugar a cuestionamientos por la existencia de algún vicio de nulidad en las decisiones ya adoptadas.