Conflictos de intereses o conflictos de derechos

 

Escribo esta colaboración con una de las tantas cuestiones sorprendentes que acaba de ocurrir en esta España, profundamente averiada, desvertebrada y de amnistías trufadas donde su judicatura ha emitido una insólita sentencia que motiva a plantearnos la siguiente quaestio iuris: ¿Conflicto de intereses o conflicto de derechos?

Es el caso de la empleada de una panadería que fue detectada por las cámaras internas del establecimiento miccionando en los recipientes destinados para amasar el pan. Por ese comportamiento asqueante, la trabajadora es inmediatamente despedida. Sin la menor turbación luego aquel despido es declarado improcedente por el sistema de justicia porque la grabación presentada como prueba es declarada inadmisible por no haberse respetado el derecho a la intimidad de la trabajadora. Como consecuencia, la judicatura española ordenó su inmediata restitución y además que se le pagara a la compulsiva miccionadora por concepto de compensación la suma de 25,000 euros.

No resulta extraño que esa sentencia toca las fibras íntimas de una sociedad que se presta a ser examinada desde la repugnancia, que como sentimiento moral común permite demarcar cuestiones éticas, las mismas que cumplen un rol legítimo en el derecho y – como no puede ser de otra manera – con las decisiones jurisdiccionales.

La repugnancia es parte de nuestra herencia evolutiva y compone el equipamiento moral dado que corporiza un rotundo rechazo con el deseo humano de ser un “no animal”. Por esa razón la sociedad se defiende y se preserva con leyes ante lo peor y más degradante que eventualmente expele la humanidad. Quizás las lágrimas sea la única secreción corporal humana que no nos resulta repugnante porque se juzga únicamente humanas.

Por lo demás, no resulta razonablemente posible otorgarle concesiones a nivel de decisión jurisdiccional a ese irracional sentimiento que pone en cuestión la confiabilidad en la vida social y especialmente en la eficacia del derecho.

El sentimiento de la repugnancia no solo es un eficaz agente del proceso civilizador que cumple un rol influyente en la legislación, sino que mide el grado de civilización de la sociedad por medio de las barreras legales que logra instalar frente a episódicos comportamientos que la sociedad califica como éticamente repulsivos.

Una sociedad es un orden normativo constituido por un conjunto de valores jurídicos-éticos que se encuentran en el tiempo arraigados en la conciencia colectiva que no solo se viabilizan cuando se juridifican, sino que el propio ordenamiento jurídico los retrata como intereses que pugnan por adquirir reconocimientos. “Si los hombres no tuviesen intereses opuestos dejaría de tener razón el orden jurídico”. [Carnelutti Francesco, Teoría Generale del Diritto (1940)]

El derecho, que se basa en voluntades, ha sido instituido como un orden normativo cuyo cumplimiento permite la realización de ideales éticos. Para el logro de esos valores se describe su estructura y su finalidad última, que es la justicia, como supremo desiderátum. Por consiguiente, son los valores los que condicionan sus fines y no al contrario. “Leyes sin moral son inútiles”. [Quinto Horacio, las Odas, Libro II – 26 a. C. (2007)]

Un acercamiento del ordenamiento jurídico al “positivismo ético” permitiría el uso de criterios explícitamente morales que acabara con la maximización de la autonomía de los individuos que muchos lo entienden como la satisfacción de los impulsos del deseo sin límites ni cauce o el reconocimiento, en términos casi absolutos de los derechos subjetivos a la autodeterminación de la voluntad del sujeto, todo lo cual abriría un abanico de medidas proclives a convertir las secreciones humanas en una fuente de privilegios legales y laborales aunque para ello se ponga en cuestión las buenas costumbres, auténtica fuente de moralidad social.

Podríamos decir que la repugnancia se correlaciona de modo directo y confiable con violaciones serias a la dignidad humana. Mirado con un mínimo de perspectiva el ordenamiento jurídico sería completo en tanto su sistema de justicia salvaguarde la dignidad humana, fundamento de todos los derechos y garantice que los conflictos de intereses tendrían una solución justa, aunque para ello se tenga que razonar a base de elementos ajenos al derecho positivo.

No se trata ahora de discutir la postura de Kelsen en relación a la necesidad de concebir al derecho solo como un sistema dinámico de normas jurídicas sino plantearnos si la moral como realidad social tiene cabida en la medida de que sea un conjunto homogéneo cuyo contenido puede establecerse de forma empírica e incontrovertible en la realidad del derecho. A saber: cómo debe ser la legislación, cuál debe ser la tarea del juez, cómo debe ser la interpretación en su indesmayable empeño para que el derecho configurado moralmente se aplique. “Naturalmente, en manera alguna se niega por esto la exigencia de que el derecho debe ser moral, es decir bueno.” [Kelsen Hans Teoría pura del derecho (2009)]

El derecho a la intimidad personal se ejerce de manera legal pero cuando ese acto es contrario a la persuasión de la costumbre y es revestido con retórica garantista procesal surge un conflicto: el conflicto entre los intereses de la costumbre social con el derecho de la autodeterminación individual.

En consecuencia, el derecho no es solo un orden coactivo, sino que para que tenga influencia en la esfera pública se constituye como protector de intereses. Los preceptos legales no solamente están destinados a delimitar intereses, sino que por ser ellos mismos productos de intereses, su objetivo no solo es resolver, de acuerdo a la conciencia social las cuestiones que surgen en la aplicación de las leyes, sino proporcionar pautas que garanticen el interés general por la mejora de la convivencia y la cohesión social.

Si las sociedades no adoptan tales parámetros, las barbaridades performativas plasmadas en la comentada decisión jurisdiccional española implicará un precedente que se oponga a los valores jurídicos-éticos que rigen la vida social. En ese sentido al tergiversarse esos valores heredados de la tradición se les convierte en privilegios y en prácticas que solo propicia el debilitamiento de las instituciones fundamentales de la convivencia.

Hoy, la sociedad española dominada por una profunda crisis institucional ha puesto de manifiesto en el escenario jurídico una cierta y creciente permeabilidad a la obscenidad, pues no sería nada de extrañar que se le aplicara aquel pasaje de la historia de Jonathan Swift de Gulliver: “Cuando Liliput estaba en llamas, Gulliver orinó sobre la ciudad, incluyendo el palacio. Al hacerlo salvó a todo Liliput de la catástrofe, pero los liliputienses se indignaron y se consternaron ante semejante muestra de repugnancia.”

A la universidad le queda la tarea de pensar el derecho como orden normativo, y los derechos como patrimonio moral de las personas, más allá de los esquemas del “moderno” y muy discutible constructivismo jurídico.


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