Falsas esperanzas: la Constitución como trofeo y el mito del cambio constitucional

Una conocida lideresa de izquierda en Perú ha propuesto que en las próximas elecciones se habilite una segunda urna para preguntar a la gente si quiere (o no) una nueva Constitución. En sintonía con tal propuesta, algunos grupos vienen organizando movilizaciones para, con seguridad, impulsar el cambio de Constitución ya mencionado. No existe duda de que el sistema político peruano dista de funcionar como un anhelado paraíso organizativo pero las motivaciones personales y la llamativa polarización de nuestra clase política no son un problema que pueda ser arreglado con una reforma constitucional. En realidad, existen dos explicaciones bastante claras para la constante presión por un cambio de Constitución: en primer término, desconocimiento absoluto de qué es realmente una Constitución. Esta frase puede parecer osada pero en realidad, creemos, explica la fe ciega que parece depositarse en el texto escrito en unas cuantas (o muchas) hojas de papel. En segundo término, el interés de cierto sector en obtener, como trofeo, una Constitución “a su medida”. No es secreto que para muchos el principal problema de la Constitución es que fue emitida en un régimen que consideran ilegítimo o, incluso, dictatorial. Para estas personas, en nada importa si la Constitución ha funcionado adecuadamente. 

Pues bien, una Constitución opera fundamentalmente como un producto. Del mismo modo en que una computadora o un teléfono móvil tiene una configuración particular (su tamaño, la resolución de la cámara, entre otros), una Constitución, como producto humano, tiene rasgos o características particulares (cuán detallada es o cuánta vocación de permanencia tiene). Para el lector que considera un horror lo que acabo de decir, vale comentarle que existen destacados académicos que sugieren la misma idea. De manera muy explícita, por ejemplo, lo ha planteado el profesor Tom Ginsburg de la Escuela de Leyes de la Universidad de Chicago en su Coase Lecture del 2013 titulada, precisamente, “Constitutions as products” y que, además, puede ser vista en YouTube por cualquier interesado. 

 

Naturalmente, para definir lo que la Constitución debiera estipular, se requiere claridad respecto de los límites de una Constitución en tanto producto particular. De nada sirve que en las especificaciones de una computadora se establezca que las personas debieran abstenerse de comer comida grasosa si la computadora tiene nula posibilidad de incidir significativamente en nuestro hábito alimenticio. Es en este punto en el que surgen problemas mayúsculos: muchas personas están bajo la desinformada creencia de que un cambio de Constitución asegura la satisfacción de expectativas no satisfechas bajo una Constitución previa. Eso explica que algunas voces encuentren en el cambio constitucional la respuesta a todo aquello que juzgan -o presumen- como malo. Bajo esa creencia, si cuando estuvo vigente una determinada Constitución hubo un golpe de Estado o se pausó el crecimiento económico, ello debe ser explicable a la Constitución del mismo modo en que nuestra hipotética (o real) gordura se explicaría en el diseño de lo que comemos (mucha azúcar, por ejemplo) en el momento en que estamos gordos. 

Un llamado al cambio constitucional, sobre la base de estas expectatitvas no atendidas, está condenado no solo al fracaso sino, y más grave, a la frustación. Es como si uno quisiera cambiar las reglas de un juego de mesa solo porque siente que le está yendo mal en dicho juego. La idea, entonces, de que un cambio constitucional traerá, en sí mismo, más igualdad, mayor acceso a servicios básicos, mayores ingresos y menos conflicto, es simplemente una fantasía. 

Ahora bien, supongamos que usted lee esta columna con ojos especialmente escépticos y dice: “bueno, eso es lo que Rodríguez especula pero podría ser que el cambio de Constitución que se propone realmente sí haga un cambio para bien”. En ese punto, debemos prestar atención al tipo de disposiciones que se quieren introducir. No es un secreto que los defensores del cambio constitucional quieren una que permita mayor intervención del Estado. De esta manera, la pregunta de fondo es si esa concepción de la Constitución (la de la izquierda) realmente sirve a los intereses de las personas y realmente nos orienta a un resultado en donde encontramos mayor desarrollo para el país, mayor riqueza personal y menos corrupción. 

Una mirada atenta a esa pregunta de fondo nos revela que el resultado será desastroso. Veámoslo con “manzanitas”: los seres humanos somos movidos por nuestro afán de maximizar nuestros beneficios. Eso no significa que no existan personas bien intencionadas pero, dada la asunción general, el problema central es cómo controlamos el ejercicio peligroso del interés propio que nos aleja de la cooperación. Una buena Constitución es un producto con rasgos elementales orientados a alejarnos de la violencia y acercarnos a la cooperación. La posibilidad de ganancia mediante el intercambio libre, por ejemplo, nos acerca a la cooperación. Una Constitución que asigna un papel más “fuerte” al Estado en términos de intervención económica es una que limita espacios para el intercambio voluntario: nos aleja de la cooperación y nos acerca, precisamente, a la corrupción. Una Constitución que colectiviza nuestro derecho de propiedad, por ejemplo, es una que se sostiene solamente en el ejercicio de la violencia contra los individuos.  

En el fondo, estamos frente a un discurso que concibe a la Constitución como un trofeo de guerra. Responde a una combinación de egocentrismo con afán de revancha. Cada grupo quiere su propia Constitución. Una que escriba en piedra su propia visión del mundo. Pero así como las leyes no generan beneficios sobre la base de sus buenas intenciones, tampoco funciona de esa forma con las Constituciones. La Constitución sirve para establecer configuraciones generales pero no puede ser el producto que asegura empleo, salud, educación y vivienda. Menos puede hacerlo una Constitución que pretende reducir espacios de cooperación abriendo, consecuentemente, más espacios de violencia potencial. Como dijeramos previamente, para hacer una Constitución, se requiere absoluta claridad sobre lo que una Constitución no puede hacer. Venderle a la población la idea de un cambio constitucional, bajo la retórica que viene pululando por allí, no es más que fake news.

Imagen extraída de: https://elperuano.pe/suplementosflipping/juridica/681/web/pagina04.html


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