Era 1970 y Milton Friedman publicaba en The New York Times una nota que todo estudioso de derecho corporativo debe haber leído. En esa nota, Friedman declaraba que “la responsabilidad social de una empresa es incrementar sus ganancias”. El argumento se sostenía en la idea de que un ejecutivo de cualquier corporación opera como un agente de los dueños de la misma, esto es, lo que en Law & Economics estudiamos como una relación principal-agente. En tal orden de ideas, las tareas del agente deben estar circunscritas a hacer que el principal maximice su bienestar. Si así no fuera, planteaba Friedman, estaríamos avalando que un ejecutivo utilice dinero ajeno en lograr propósitos que eventualmente conspiran contra lo deseado por los principales (por ejemplo, reducir emisiones contaminantes pese a que ello reduce ganancias en la idea de preservar el medio ambiente).
Probablemente quienes no estén familizariados con este razonamiento estén pensando que se trata de la mejor evidencia de que estamos frente a un argumento egoista. A ellos, los invito a revisar la nota de Friedman. Una economía de mercado es esencialmente una economía de servicio. Recompensa a quienes satisfacen de mejor manera aquello que los individuos desean satisfacer (ya sea que se trate de investigación científica o reggaeton intenso). El argumento de que una economía capitalista es esencialmente egoísta se sostiene en la ignorancia respecto del funcionamiento del mercado o en la simple creencia de que el resto nos debe una mejor vida por alguna incomprensible razón.
Dicho eso, desde hace ya algunos años -y especialmente ahora en un contexto en el que el mundo aun está lideando con una situación sanitaria dificil- se viene debatiendo sobre un cambio de enfoque. Ese cambio de enfoque representa el paso de la teoría de la shareholder value maximization que, en el espíritu de lo expuesto por Friedman, podríamos interpretar como un enfoque centrado en la maximización del bienestar de los dueños de la empresa hacia un “stakeholder capitalism” o “stakeholderism” como lo llamaremos simplemente aquí. La idea es, bajo esta visión, que los ejecutivos -principalmente líderes- corporativos deben dar peso significativo a los intereses de un conjunto de actores e intereses adicionales (sostenibilidad, diversidad e inclusión, por mencionar algunos).
En el 2019, la Business Roundtable dio un paso decisivo hacia el “stakeholderism” al redefinir el propósito corporativo considerando los intereses de los consumidores, trabajadores, proveedores y las propias comunidades. El stakeholderism ha sido defendido a partir de varios argumentos. Un interesante trabajo de Gadinis y Miazad titulado “A test of stakeholder governance” sugiere que, durante la pandemia, la comunicación con los stakeholders ha sido crucial para la supervivencia en el mercado. Por ejemplo, la comunicación con los trabajadores ha sido esencial para hacer viable el trabajo remoto y facilitar la reactivación progresiva de los negocios. Lo propio podríamos decir sobre la comunicación con los consumidores, algo sobre lo que vengo preparando un paper y que denominaré aquí “governanza de consumo”. En cualquier caso, el punto del trabajo de Gadinis y Miazad es que la consideración por los stakeholders operó como una fuente de información valiosa para la toma de decisiones.
Sin duda, los argumentos no se agotan allí pero resulta imposible discutirlos todos. Especial atención suscita, sin embargo, el argumento que defiende el stakeholderism como ruta para la reducción de lo que se ha denominado “externalidades corporativas negativas”. En cualquier caso, la pregunta que resuena con especial fuerza en el contexto mundial actual increpa sobre la vigencia de las enseñanzas contenidas en la célebre nota de Friedman. ¿Será que ha llegado la hora de abandonar sin titubeo la visión centrada en la maximización de shareholder value y abrazar la defensa cerrada del stakeholderism?
No lo creo. Mi respuesta no se sostiene en cierto ánimo de desconocer la existencia y trascendencia de los intereses de los stakeholders para el curso del negocio. Creo, no obstante, que tal y como ocurre en prácticamente todos los campos minados de regulación, estamos frente a un camino empedrado de consecuencias no pretendidas. Eso, sin duda, no puede entenderse como una negativa rotunda a considerar replanteamientos del propósito corporativo. Significa, al contrario, que cualquier reconsideración debe realizarse con detenimiento, cautela y en la medida que tengamos cierta claridad de que los beneficios del replanteamiento superarán sus costos.
En efecto, la bandera del stakeholderism de algún modo pretende endilgar responsabilidad a las corporaciones respecto de “males sociales” que los gobiernos no han podido solucionar de manera adecuada. El movimiento de la atención corporativa hacia los stakeholders puede retrasar o incluso colisionar con reformas o iniciativas que deberían emprenderse a nivel de política pública. No parece tolerable que la incapacidad de los gobernantes sea apresuradamente cubierta asignando responsabilidades a las empresas. Para quienes quieran informarse, recomiendo el ineludible trabajo de Bebchuk y Tallarita -profesores de Harvard- titulado “The illusory promise of stakeholder governance”. En suma, considero que hoy más que nunca este debate que reside en el corazón del derecho corporativo necesita de las enseñanzas clásicas del Law & Economics. La idea no es detenernos sino avanzar con prudencia.