¿Publicidad atractiva para menores?: un llamado a la razonabilidad

Mucho se escribió en su oportunidad sobre la Ley de Promoción de la Alimentación Saludable para niños, niñas y adolescentes (coloquialmente conocida como “Ley de comida chatarra”) aunque, a juzgar por los espacios de arbitrariedad que su aplicación podría generar, pareciera no haberse escrito lo suficiente. El presente comentario, sin embargo, no pretende argumentar que dicha ley debería desaparecer –aunque ciertamente, debería ser así– sino llamar la atención respecto de los problemas interpretativos que podrían generarse.

En particular, debe destacarse que en el artículo 8º de dicha Ley se establecen restricciones publicitarias aplicables únicamente a aquella publicidad que esté dirigida a niños, niñas y adolescentes. Según la definición recogida en ese cuerpo normativo, la publicidad dirigida a niños, niñas y adolescentes tiene dos caracteres: (i) su atractividad para niños, niñas y adolescentes menores de 16 años en función a su contenido, argumentos, gráficos, música, personajes, símbolos y tipo de programa en el que se difunde; y, (ii) su focalización preferente en ese grupo de destinatarios del mensaje publicitario.

Determinar cuándo un anuncio publicitario resulta “atractivo” para niños, niñas y adolescentes menores de 16 años puede convertirse en una tarea bastante peligrosa, pues una interpretación rígida podría permitir que, esencialmente, cualquier anuncio se encuentre comprendido en esta categoría sujeta a restricciones. Eso sería un absurdo porque revelaría más bien el ánimo de establecer limitaciones publicitarias de forma general con los efectos negativos que van de la mano con las restricciones que pesan sobre la publicidad.

Es evidente, por ejemplo, que el empleo de colores puede generar cierto llamado de atención, pero no es suficiente para que un anuncio resulte atractivo. El empleo de colores es necesario como técnica publicitaria para comunicar información (por ejemplo, aludir al sabor de un producto). Un determinado gráfico tampoco podría ser considerado, de forma aislada, para considerar al anuncio como atractivo al público específico al que se refiere la normativa. Que en un anuncio radial o televisivo se escuche determinada música tampoco permite, a partir de ese dato aislado, calificar a un anuncio de dirigido a niños, niñas y adolescentes.

La tarea de Indecopi, entonces, pasa por delinear criterios que permitan advertir qué conjunción de elementos permitirían presumir el elemento de “atractividad” para el público correspondiente. Está claro, sin embargo, que cualquier criterio que asuma que basta un solo factor –por ejemplo, anuncio colorido– será contrario al espíritu de la propia normativa dado que, de lo que se trata, es de inferir la “atractividad” del anuncio y no regular el empleo de colores o música o gráficos, entre otros. Una interpretación de este tipo pondría al Indecopi en la bochornosa e inconstitucional tarea de ocuparse del diseño de los mensajes de los anunciantes.

Lo propio puede decirse con respecto a la localización preferente. No basta que el anuncio esté disponible en la vía pública –a la que acceden niños, niñas y adolescentes– para concluir que el anuncio se focaliza en ese grupo. Una interpretación de este tipo, nuevamente, sería absurda e iría contra el propio espíritu de la norma. Como todas las normas limitativas de derechos –en este caso, el derecho a la libertad de expresión comercial– deben interpretarse de forma restrictiva. En caso de duda, la autoridad deberá preferir un razonamiento favorable a la admisión de la publicidad y no a su castigo.

Hemos tenido oportunidad de revisar algunas resoluciones de imputación de cargos por este tema –por cuestiones de confidencialidad, no ahondaremos en más detalles– y los razonamientos expuestos por la autoridad en esta etapa de instrucción son francamente preocupantes. Ojalá que Indecopi tome las oportunidades para pronunciarse desarrollando criterios razonables y bien sustentados, y no emprenda un camino fiscalizador que no nos deje más remedio que adoptar acciones legales más drásticas contra una regulación que, diciéndolo de manera franca, no es más que un ejercicio populista de aquellos a los que ya estamos acostumbrados en nuestro país.


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