Saber demasiado: el impacto hedónico de la revelación de información excesiva

En algún momento de nuestra vida, hemos sentido que cierta información era mejor no conocerla. Acabas de rendir un examen y sabes que te fue terrible. El profesor pregunta si desean saber las respuestas. Realmente no quieres saberlas porque eso corroborará lo que ya temes: que todo salió mal. Un amigo o amiga te comenta que cree haber visto a tu pareja con otra persona. Racionalmente, quisieras corroborar ello. Sin embargo, existen personas que seguramente preferirían no saber. De repente, un ser querido padece una enfermedad crítica pero prefieren no decirle. Entienden que es mejor evitar ese sufrimiento y permitir que esa persona viva con la mayor felicidad por el tiempo que le quede. En suma, existen diversos contextos en los que saber puede ser visto como algo no deseable.

Hace no tanto tiempo me tocó participar en una audiencia en un caso de protección al consumidor en el que patrocinaba a una empresa. El representante de Indecopi afirmó –quizás no textualmente pero eso fue lo que trató de decir– que siempre tener más información era mejor. De manera intuitiva, podríamos creer que es cierto. ¿Quién podría oponerse a que le den mayor información? Sin embargo, la afirmación y la intuición son ambas falsas. Más información no solo no necesariamente es algo positivo sino que puede conspirar severamente contra los intereses de quien recibe la información.

La primera explicación es bastante sencilla de comprender. El exceso de información puede complicar el proceso de decodificación de información. En términos simples, la probabilidad de que recuerdes los dos o tres temas que el profesor explicó durante una clase son mayores que lo que ocurriría si el profesor explica veinte o treinta temas en esa misma clase. Lo mismo ocurre es contextos legalmente relevantes. Puede parecer una buena idea exigir que los proveedores revelen más información en las etiquetas de los productos pero, en realidad, ello puede tener un impacto negativo en los consumidores que podrían verse saturados y, de ese modo, imposibilitados de comprender el conjunto de información o, en todo caso, desincentivados de leer toda la información revelada.

En realidad, los efectos de la saturación informativa pueden ser considerablemente más graves que los ya anotados. Pongamos un ejemplo: imagine que en la etiqueta existen dos tipos de información claramente determinados. La información referida a composición del producto e información sobre el modo adecuado de uso. El legislador considera que debe revelarse más información sobre la composición porque pueden existir algunos insumos tóxicos que el consumidor debe conocer de forma destacada. Eso distrae la atención del consumidor haciendo que observe menos la información sobre uso adecuado lo cual podría generar serias consecuencias.

Una segunda explicación, quizás más obvia pero que implica un análisis indudablemente complejo, tiene que ver con la utilidad de la información revelada. La regulación para proveedores inmobiliarios del Código de Protección y Defensa del Consumidor nos ofrece un magnífico ejemplo de información inútil. Por ejemplo, se exige la revelación del nombre del representante legal de la persona jurídica que actúa como proveedor inmobiliario. Ese nombre, además, debe estar expresamente consignado en toda publicidad escrita que verse sobre un bien inmueble futuro de primer uso.

Ofrecerle al consumidor información inútil es evidentemente algo indeseado. Desde luego, alguien podría considerar que cierta información es útil pese a que para otra es inútil. En este punto, cabe recordar que, en un mundo de consumidores heterogéneos, las reglas que asumen un único estándar de tutela suelen traducirse en serias afectaciones que especialmente sufren los consumidores de menos recursos. El hecho que a un consumidor concreto cierta información le haya parecido subjetivamente trascendente no justifica ni puede justificar el establecimiento de una regla que obliga a informar a todos sobre ese dato o cuestión en específico.

Finalmente, y el punto fuerte de esta columna, tiene que ver con el impacto hedónico de la revelación de información. Dicho de manera simple, existe información cuya tenencia nos hace felices y otra que puede hacernos miserables. El legislador debe ser consciente del modo en que la información impacta en la felicidad del sujeto receptor de la información. La deseabilidad de la información varía en función al contexto y depende del impacto emocional que esa información generaría en nosotros.

¿Revelar información sobre la cantidad de azúcar que tiene un producto será considerado como data que impacta en nuestra felicidad de manera positiva o que, por el contrario, nos produce tensión, malestar o depresión? El impacto hedónico adverso ciertamente es un costo asociado a la revelación de información. Ese impacto también es variable. Existen personas que podrían ser más felices al tener determinada información y otras más tristes precisamente por saber algo que hubieran preferido evitar saber.

En todos los ámbitos de la vida -y ciertamente en el terreno regulatorio- saber más no necesariamente es algo bueno. Los reguladores deberían ser modestos en reconocer que no todos valoramos la información de la misma manera tanto en términos de utilidad como en términos de bienestar. Construir adicionales mandatos de revelación de información sin considerar el impacto que realmente se produce en las personas pareciera muchas veces responder a una suerte de narcisismo regulatorio. Para los interesados en este tema, recomiendo dos libros maravillosos. En primer lugar, el libro de Omri Ben-Shahar y Carl Schneider titulado “More than you wanted to know: the failure of mandated disclosure” y, en segundo lugar, el libro de Cass Sunstein titulado “Too much information: understanding what you don´t want to know”.


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